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Yo que creía interrumpió Isidro que estos conferencistas eran unos amables burlones, que después de explotar la credulidad americana se reían de ella...

Desde que tenía que habérselas con Sorege desconfiaba de todo. Sospechó que la americana servía inconscientemente de cómplice al hombre de las miradas ocultas y que aquella prueba había sido preparada como un lazo.

Bajo su frente calva, adornada con las dos puntitas lustrosas del peinado, había algo, así como bajo los hombros de su americana había algo también: mucho pelote para suavizar lo puntiagudo de sus clavículas, que agujereaban la pobre piel. Al entrar saludó al tío con cierto desparpajo, sin querer fijarse en la sonrisita del viejo, y después se excusó con la mamá.

Mira el árbol sembrado por sus manos, Que enarbola sus gajos soberanos Sombreando el Sud, el Norte y Ecuador; A cuyo pié la Libertad divina Vagando por el mundo peregrina La tienda americana levantó.

El antiguo partidario de la monarquía absoluta prefería á los individuos: un hombre que pensase por los demás, imponiéndoles sus órdenes. Y á las pocas palabras, su entusiasmo por la democracia americana lo recogía para depositarlo reconcentrado sobre la cabeza de Wilson. ¡El primer hombre del mundo!

Y la poetisa que la sigue, y que tendríamos por la primera, si la Avellaneda no hubiera nacido, es sor Juana Inés de la Cruz, también americana.

Luego no estaba enamorado, pues el amor y la tranquilidad rara vez hacen buenas migas en un mismo corazón. No obstante, Juan veía con cierta inquietud y tristeza acercarse el día que traería a Longueval a los Turner, los Norton y toda la colonia americana. Ese día llegó muy pronto. El viernes 24 de junio, a las cuatro de la tarde, cuando Juan vino al castillo, Bettina lo recibió muy triste.

Al volver hacia su casa le acompañaba igualmente el recuerdo de la tierra americana, pensando con delectación en que las dos chinas habrían atropellado la dignidad profesional de la cocinera francesa, preparando una mazamorra, una carbonada ó un puchero á estilo criollo. Se había instalado la familia en una casa ostentosa de la avenida Víctor Hugo: veintiocho mil francos de alquiler.

Pues señor, dijo el brigadier, difícilmente puede encontrarse un personaje de más peso y de más edad. Dejé á mis compañeros en su fonda, y el carruaje me llevó á mi casa, en donde encontré á la amable familia americana, la misma que nos habia convidado á la tertulia de la calle de Lepelletier.

Ya sabes que Joaquín Pez ha venido de la Habana, casado con una americana muy rica. Da gusto verle, según está de contento y satisfecho». Isidora palideció. Después dijo: «Ya lo sabía... Toma, si le vi, le vi una tarde. Yo iba por la Red de San Luis y pasó él en coche. Me vio, pero el tunante fingió que no me veía.