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Actualizado: 15 de junio de 2025
Me muero de hambre, y aunque a Dios gracias, no tengo nadie que dependa de mí, necesito trabajar. Conozco algo de jardinería.... Amigo, dijo el Padre Hurtado, en esta casa no tenemos jardín. He trabajado como albañil. En esta casa, gracias a Dios, no hay reparaciones ni obras que hacer por el momento. Padre, yo le ruego, yo le suplico que me proporcione algo.
Iba con ella un hombre de blusa blanca, un albañil, al que recordaba Isidro como vecino del caserón y camarada de su padre. Era un hombre pacífico, que frecuentaba poco la taberna. Según afirmaban las comadres de la vecindad, había sido abandonado por su mujer, una buena pieza que andaba suelta por el mundo después de amargarle la existencia.
La gente le encuentra a esto mucho mérito, pero yo, la verdad, no le encuentro ninguno. Era un hombre sencillo el honrado masón. Lo mismo que aquel albañil de la albañilería celeste, me sucede a mi con el mérito de mi familia de haber vivido mucho tiempo en Lúzaro. Esto no es obstáculo para que me encuentre en mi pueblo como en ningún otro.
El obrero les invitó a pasar a su habitación, y una vez dentro, les manifestó en confianza que también él y su mujer sabían la desgracia de aquellos pobres niños, y que habían querida intervenir para remediarla, pero inútilmente; la madre era una mujer viciosa, oficiala de sastre, amancebada tiempo hacía con un albañil, y que había tenido aquellos niños con un primer marido o querido, que esto no lo sabían; dioles algunos otros pormenores, que indignaron extremadamente a Miguel.
Después de almorzar en Roca Tajada, en la taberna de Matiella, estanquero y albañil, grande amigo de Frígilis, los dos amigos cazadores dejaron el camino real, y por prados fangosos de hierba alta, de un verde obscuro, llegaron otra vez a las orillas del Abroño, allí más ancho, rodeado de juncos y arena, rizado por las ondas verdes que le mandaba el mar ya vecino.
Por lo tanto, el gran salón que está encima de las habitaciones del Administrador, se ha quedado por concluir, y á pesar de las telarañas que adornan sus empolvadas vigas, parece como que espera la mano del carpintero y del albañil.
Todas las mañanas veía a Maltrana, al volver éste de la redacción. El pobre joven, para dormir, tenía que esperar a que su padrastro y su hermano menor abandonasen un mísero cuartucho de la calle de los Artistas, y una vez en él, se tendía sobre el camastro único, todavía caliente, con la huella de los cuerpos del viejo albañil y su aprendiz.
Pero los socorros disminuyeron así como se fue borrando el recuerdo de la desgracia, y la madre tuvo que buscar trabajo en casas extrañas, servir como asistenta, y volver de noche a su tugurio con sobras de comida en la cesta, que servían para alimentar al pequeño. Entonces fue cuando Maltrana entró en el Hospicio. Una señora en cuya casa trabajaba la madre se apiadó del huérfano del albañil.
Pedirían una fianza, y no era cosa fácil para unos pobres como ellos el conseguirla. Por fin, quiso dar un consejo al señor José. El Barrabás era cosa perdida. Lo mismo daba que permaneciese en la cárcel que en la calle. Casi le favorecían dejándolo allí, pues evitaban que cometiese nuevos delitos. El albañil no volvió por casa de Maltrana.
Comían en las aceras de las calles estrechas y pendientes, junto al pavimento de agudos guijarros; otras veces en plena Castellana, a la sombra de un árbol, viendo pasar lujosos carruajes que, heridos por el sol, echaban rayos de su charolado exterior, y sombrillas rojas y azules, graciosas cúpulas de seda, bajo las cuales marchaban señoras elegantes, precedidas de niños enguantados y con huecos faldellines, que el hijo del albañil contemplaba con asombro.
Palabra del Dia
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