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Actualizado: 4 de julio de 2025


Teníamos por General a un hombre impetuoso, de más arrojo que prudencia; mediano táctico, pero incansable en las marchas. Nuestro Jefe de Estado Mayor, D. Francisco Javier Abadía, era un militar muy entendido, quizás de los mejores que entonces tenía el ejército español, y el coronel puesto al frente de la artillería pasaba por un oficial de mucho entendimiento en su arma.

Hoy comunica con el boulevard de Sebastopol. El Escorial de Francia, ó lo que es mas propio, el panteon de los reyes franceses, se halla situado en la abadía de San Dionisio, fuera de Paris á distancia de una media legua. Para irle á visitar hay como para todo una grande facilidad.

Casi pensaba omitir en esta relación algunos pormenores relativos al primero de los monumentos que dominan el Támesis, la Abadía de Westminster, no obstante su importancia, porque me he propuesto no describir sino lo que haya visto. No tuve tiempo para recorrer todo el interior de aquella catedral de las glorias británicas, que es el reverso de la Torre de Lóndres.

Don Germán, que tenía instinto artístico, no quiso restaurar ninguna de las ruinas que la pesadumbre del tiempo había causado en las construcciones de los frailes y todos los hombres de gusto se lo aplaudían. Los restos de la abadía, de la iglesia, de los cenadores y los muros estaban cubiertos de maleza y exhalaban la dulce melancolía de las cosas pasadas.

Nada de eso; ha de ser dentro de los límites de este edificio donde reside la corte. De lo contrario, recaería sobre todos nosotros la indignación del príncipe. ¡Bah! Conozco yo un lugar inmejorable para tales lances, á la orilla misma del río. Salimos de los terrenos de la abadía y tomamos por la calle de los Apóstoles. En tres minutos estamos allí.

Aquella primera parte de la sentencia pareció terrible á los monjes, especialmente á los más ancianos, acostumbrados como estaban á la vida sosegada de la abadía, fuera de la cual se hubieran visto tan desamparados y desvalidos como niños abandonados á sus propias fuerzas.

Á ver las cuerdas, Pedro, y que lo ates de pies y manos de manera que no vuelva á escurrirse. Le ha llegado la hora y ¡por San Jorge! que de esta vez las pagará todas juntas. ¿Quién sois, joven? preguntó á Roger. Un amanuense de la abadía de Belmonte, señor. ¿Tenéis carta ó papel que lo acredite? ¿No seréis uno de tantos pordioseros como infestan estos caminos?

Pues también tiene fama de modesto y apacible como una dama su señor el de Morel; y la verdad es que ni uno ni otro aguantan moscas. ¡Cáspita con el mozo! Abundante y bien servida era la mesa de los escuderos en la abadía de San Andrés desde que el príncipe Eduardo estableció su corte en aquel histórico edificio.

Dejad, amigos, respondió el servidor de Morel. Conozco bien el peso y alcance de mi espada y estoy acostumbrado á ella. Nada importa la desigualdad. ¡Adelante, señor mío, que pueden necesitarnos en la abadía! La desmesurada tizona de Tránter dábale, en efecto, marcada ventaja.

Nadie lo sabrá, exceptuando las vetustas piedras druídicas que, con algunos pescadores, constituyen los únicos habitantes de sitio tan agreste y bonancible. «Pero pregunta nuestra dama, ¿de qué se vive allí? Sobre todo, de pesca, señora. ¿Y de qué más? De pescaNo dista mucho Saint-Gildas, la abadía adonde, según dicen los bretones, fué Eloísa para reunirse con su Abelardo.

Palabra del Dia

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