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CAP. XXXVI. De como hecimos hacer Iglefias en aquella Tierra.

Hecimos la acostumbrada prueba, yendo cada uno primero que yo, de los mismos tres que estábamos, pero a ninguno se rindió la caña sino a , porque, en llegando yo, la dejaron caer. Desaté el nudo, y hallé cuarenta escudos de oro españoles y un papel escrito en arábigo, y al cabo de lo escrito hecha una grande cruz.

Con esto entendimos, o imaginamos, que alguna mujer que en aquella casa vivía nos debía de haber hecho aquel beneficio; y, en señal de que lo agradecíamos, hecimos zalemas a uso de moros, inclinando la cabeza, doblando el cuerpo y poniendo los brazos sobre el pecho. De allí a poco sacaron por la mesma ventana una pequeña cruz hecha de cañas, y luego la volvieron a entrar.

CAP. XXXVI. De como hecimos hacer Iglesias en aquella Tierra.

Púseme de un cabo y él del otro y hecimos la negra cama, en la cual no había mucho que hacer, porque ella tenía sobre unos bancos un cañizo, sobre el cual estaba tendida la ropa que, por no estar muy continuada a lavarse, no parecía colchón, aunque servía dél, con harta menos lana que era menester.

Besé la cruz, tomé los escudos, volvíme al terrado, hecimos todos nuestras zalemas, tornó a parecer la mano, hice señas que leería el papel, cerraron la ventana. Quedamos todos confusos y alegres con lo sucedido; y, como ninguno de nosotros no entendía el arábigo, era grande el deseo que teníamos de entender lo que el papel contenía, y mayor la dificultad de buscar quien lo leyese.