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Feli se fijaba otras veces en una jovencita de rojas peinetas en el pelo, hueca falda de flores con largos volantes y un sinnúmero de collares verdes, azules y rosa. Era casi una niña; la pubertad apenas había hinchado la tapa de su pecho con los capullos femeniles; sus ropas huecas, sonando con escandaloso fru-fru, denunciaban una delgadez de escuerzo femenino.

Más que bofetada fue un empujón; pero el endeble esqueleto de Rubín no pudo resistirlo; puso un pie en falso al retroceder y se cayó al suelo, diciendo: «Te voy a matar... y a ella también». Revolcose en la tierra; se le vio un instante pataleando a gatas, diciendo entre mugidos... «¡ladrón, ratero... verás!...». Santa Cruz estuvo un rato contemplándole con la calma fría del ofuscado asesino, y cuando vio que al fin conseguía levantarse, se fue hacia él y le cogió por el pescuezo, apretándole sañudamente cual si quisiera ahogarle de veras... Reteniéndole contra el suelo, gritaba: «Estúpido... escuerzo... ¿quieres que te patee...?».

¡Bah! bien lo ha querido y me ha ofrecido dinero. Pero poco; ¿no es verdad? Es muy mísero. Vamos, yo soy muy rico y muy generoso: ¿quieres ser mi querida? ¡Señor! No tendrás que casarte contra tu voluntad, y mucho menos con ese escuerzo de Cosme Prieto. ¿Pero qué dirán mis padres? Vamos, toma esta buena bolsa de doblones de oro. ¡Señor! ¿No la quieres? ; , señor. Pues entonces tómala.