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El conde paró delante de una de las más celebradas, llamada de Eritaña, y me invitó a bajar con él. A la puerta había muchos carruajes vacíos. Atravesamos un corto zaguán y salimos pronto a los jardines, dispuestos para recibir a los numerosos parroquianos que aquel establecimiento tiene, principalmente entre la clase elevada o rica.

Había olvidado completamente a sus amigos, la cena en Eritaña y las tres extranjeras pintarrajeadas que se lo habían disputado, acabando por insultarle. Algo quedaba en su memoria de la otra, ¡eso siempre!... pero indeciso y en último término. Ahora su pensamiento, por uno de esos saltos caprichosos de la embriaguez, lo ocupaban por entero las corridas de toros.

Gallardo estaba en el club de la calle de las Sierpes. Huía de la casa, y muchos días, para evitar el encontrarse con su mujer, comía fuera, yendo con amigos a la venta de Eritaña. El Nacional, sentado en un diván, quedó con la cabeza baja y el sombrero entre las manos, no queriendo mirar a la esposa de su maestro. ¡Cómo se había desmejorado!

La reunión fue en el gran comedor de Eritaña, un salón en pleno jardín, con decorado de arábiga vulgaridad, pobre imitación de los esplendores de la Alhambra.

Pero ¡ay! se habían hecho tan grandes e intratables! ¡Habían crecido tanto en el tiempo que él no pisaba la arena!... El juego consolaba a Gallardo, haciéndole olvidar sus preocupaciones. Volvió con nueva furia a perder el dinero en la mesa verde, rodeado de aquella juventud que no reparaba en sus fracasos porque era un torero elegante. Una noche se lo llevaron a cenar a la Venta de Eritaña.