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Después, limpiándose la boca con movilidad pasmosa, arrepentida de haberlo hecho, comenzó a insultarle. ¡Sucio! ¡gorrino! a ver si te vienes conmigo ahora mismito para que te friegue los hocicos. No tienes vergüenza ni quien te la ponga. Y cogiéndole de la mano bruscamente, lo llevó medio a rastras en dirección del río.

Resultaba tan inaudito para Canterac que un simple contratista se atreviese á insultarle allí mismo, en el costoso parque inventado por él, que permaneció algunos momentos sin poder hablar. Luego, su cólera de hombre autoritario estalló con fría llamarada. ¿Con qué derecho me habla usted?... Debí abstenerme de invitar á un emigrante sin educación, que ha hecho su dinero nadie sabe cómo.

Pero estaban allí más de veinte personas, y se vió en la dolorosa necesidad de contestar al ayudante, aunque en el tono menos agresivo posible: Bueno... si usted cree que merece la pena... ¡Pues no ha de merecer! Suponer que usted no está a nuestro lado sino por móviles mezquinos bastardos es insultarle... A vej, don Feliciano. ¿Quiere usted escuchaj una palabra?

Había olvidado completamente a sus amigos, la cena en Eritaña y las tres extranjeras pintarrajeadas que se lo habían disputado, acabando por insultarle. Algo quedaba en su memoria de la otra, ¡eso siempre!... pero indeciso y en último término. Ahora su pensamiento, por uno de esos saltos caprichosos de la embriaguez, lo ocupaban por entero las corridas de toros.

Mascullaba amenazas e insultos que el señor no podía oír, furiosa de que alguien se atreviera contra su sobrino, amado cachorro en el que había puesto su esterilidad todos los ardores de una madre fracasada. Jaime se dio cuenta repentinamente de lo odioso de su acción. ¡Un hombre como él venir a provocar en pleno día a otro, en su propia casa! La vieja tenía razón para insultarle.

El choque de mi hijo político con los canallas que pretenden insultarle... Mire usted, Duque; si toma a mal la súplica que acabo de hacerle, se equivocará mucho... Nosotros estamos tan honrados con su estancia en nuestra casa, que nada nos ha causado tanto orgullo como esa preferencia... Mi marido la ha solicitado con empeño, y ha recibido gran alegría cuando supo que usted había aceptado su invitación... ¿Cómo puede nadie figurarse que yo no me encuentre satisfecha teniendo en mi casa a una persona tan elevada, yo que soy una pobre mujer del pueblo, hija de un marinero, nieta de un sereno, a quien toda la villa llama la Serena, como llamaron a mi madre y a mi abuela?... Verdad que si hubiera sido hace algunos años, estaría más orgullosa... Los desengaños, las tristezas, van labrando la soberbia... Pero de todos modos estoy muy contenta, y sólo el temor a los grandes disgustos que pueden venir a mis hijos, me ha obligado a dar este paso... que usted me perdonará...

Se estrecharon la mano y no dijeron más. Ni el uno ofreció favor ni el otro pidió misericordia. Las gentes de Argel acudían ansiosas para conocer al «Demonio de Malta» amarrado a su banco de esclavo; pero al verle fiero y ceñudo como un aguilucho cautivo, no se atrevían a insultarle.

Ninguno de los curiosos osaba permitirse con Gillespie esta intimidad. Le habían hecho una fama de maligno y cruel en toda la nación, y las gentes, al insultarle ó agredirle con piedras, procuraban siempre colocarse á gran distancia. Sintió no tener á mano aquella lente que le había regalado Flimnap, para poder contemplar de cerca á este pigmeo que se entregaba á él con tanta confianza.

En cambio, los enemigos y la gran masa del público, que desea peligros y muertes, ¡qué injustos en sus apreciaciones! ¡qué audaces para insultarle!... Lo que toleraban a otros matadores, estaba vedado para él. Le habían visto audaz, lanzándose ciegamente en el peligro, y así le querían para siempre, hasta que la muerte cortase su carrera.

Y con el trato frecuente que las dos señoras tenían, doña Silvia llegó también a ejercer gran influencia sobre su amiga, imprimiendo en esta algunos rasgos de su fisonomía moral. Era hombruna, descarada y cuando se ponía en jarras hacía temblar a medio mundo. Más de una vez aguardó en la calle a un acreedor, con acecho de asesino apostado, para insultarle sin piedad delante de la gente que pasaba.