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En la antesala del refectorio varios hermanos viejos limpiaban vasos y botellas en una fuente de mármol obscuro, que arrojaba cuatro chorros de agua. Aresti, solicitado por el lego, entró en una celda de las que servían de alojamiento á los seglares durante los diez días que duraban los ejercicios. Pobrecito decía el hermano enseñándola, pero decentito y limpio.

Tenía buena fama en el lugar y echábase a dormir con ella y con cuantos querían; templaba gustos y careaba placeres. Llamábase la Paloma; alquilaba su casa y era corredora para alquilar otras. En todo el año no se vaciaba la posada de gente. Era de ver cómo ensayaba una muchacha en el taparse, lo primero enseñándola cuáles cosas había de descubrir de su cara.

Ella gritó entre los dientes, y sus esfuerzos fueron tan desesperados que logró por fin desasirse. Entonces el mancebo, quitándose de golpe la máscara, rugió dos veces: ¡Ramera! ¡Ramera! enseñándola el rostro. La niña no pudo modular ni una sola palabra. Su boca, entreabierta, negra de horror, dejó escapar un quejido sordo, aciago, indefinible.

El hermano no podía ocultar su admiración cada vez que explicaba el significado de esta parte del altar, no obstante los años que llevaba enseñándola á los forasteros. Aquella figura de cera era de don Íñigo de Loyola, cuando aún no pensaba en ser San Ignacio ni en fundar la Orden.

Aun las pequeñas que ostentaban zapatos nuevos, debidos a la caridad de doña Jacinta, los habrían cambiado por aquella monstruosa y relumbrante piedra. La poseedora de ella, después que recorrió ambos corredores enseñándola, se pegó otra vez a la señorita, frotándose el lomo contra ella como los gatos.