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Cuando Ramiro hallose de nuevo en su casa, entre los objetos familiares de su aposento, y, desceñida la espada, quitado el capotillo, desajustado el jubón, se arrojó sobre la cama, pareciole que su existencia se internaba en el enredo de una historia novelesca.

«Trae al muchacho ardiente, y á las Gracias, la ropa desceñida, y á Mercurio elocuente, y de ninfas seguida la Juventud sin no apetecida»; pero, en cuanto Horacio entra á ver á Glícera, con todo este cortejo, nos da con la puerta en los hocicos, y acaba la oda, sin que nos cante ni nos deje ver lo que pasa dentro. Ya nos lo presumimos.

Una campanada del reloj del comedor la despertó de aquella somnolencia de fiebre; tembló de frío y a tientas otra vez, el cabello por la espalda, la bata desceñida, y abierta por el pecho, llegó Ana a su tocador; la luz de esperma que se reflejaba en el espejo estaba próxima a extinguirse, se acababa... y Ana se vio como un hermoso fantasma flotante en el fondo obscuro de alcoba que tenía enfrente, en el cristal límpido.

Bajaron algunos peldaños y la anciana silbó junto a él. Oyose entonces un cerrojo que caía y el rechinar de la puerta. Tenue resplandor embebió el lienzo que llevaba sobre los ojos y un fuerte sahumerio embriagó su sentido. Desceñida la venda por los dedos de la mujer, hallose en árabe estancia con azulejos en las paredes y techo de maderos entrelazados.