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Quevedo, que tenía siempre valor para dominar las situaciones más difíciles, que no desatendía jamás ninguna circunstancia por ligera que fuese, se acercó á la mesa, desdobló el papel y le leyó: «Don Juan decía : He tenido la desgracia de conoceros y de que no me améis: mi vida es demasiado horrible para que yo la conserve, y me habéis hecho demasiado daño para que yo quiera vengarme de vos; me he vestido de boda para acudir á vuestra cita; de esa cita saldré envuelta en una mortaja; sois noble y generoso, y el único medio que tengo para que no me olvidéis jamás, es morir en vuestros brazos; cuando leáis este papel, habré muerto ya; os amo, os amo tanto, que todo por vos lo pierdo; hasta mi alma; que no me olvidaréis nunca, mientras viváis, y quiero mejor vivir muerta en vuestro pensamiento, que vivir muriendo lejos de vos, abandonada, despreciada por vos; que mi recuerdo no os haga infeliz; amad... amad mucho á vuestra esposa, porque si os ama como yo os amo, y un día se ve desdeñada por vos como yo me he visto, morirá como yo muero.

Seguida de Flog, su perro de pelo rojizo, vagaba al gusto de su fantasía por los senderos que serpenteaban entre los matorrales. De tiempo en tiempo, desatendía la Naturaleza para pensar en Huberto. Lo veía bajo la alameda, besándole las manos. ¡Era, pues, cierto! ¡La amaba! Nadie hasta entonces le había hablado así.

Al entrar en el zaguán, Quevedo, que cuando iba á ciertos lugares, especialmente para entrar en ellos no desatendía ninguna circunstancia, y todo lo abrazaba de una mirada rápida, oculta, hasta cierto punto, por el verdoso vidrio de sus antiparras, se detuvo de repente junto al hombre que estaba en la puerta, le dió frente y le dijo encarándosele: ¿Cómo tu aquí?