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La vida del campo, en sus formas genuinamente camperas, había contribuido a culminar un proceso de decaimiento moral que se había iniciado sutilmente en Melchor, con alguna antelación a su viaje a la estancia; pero que no había pasado inadvertido para el espíritu de su madre cuando le decía: «tienes deberes a que «antes» no habrías faltado», y la libertad absoluta de que gozaba en la estancia; las influencias circundantes, en el estímulo de los ejemplos que le rodeaban; la avidez de energías físicas, equiparables a la del peón o del toro y que se adueñó de su espíritu en cuanto lo encontró desprevenido o débil; la distancia interpuesta entre sus jueces y sus actos; las mismas resistencias subalternas con que solía chocar, todo propendía a acelerar la caída y más de una vez mientras Ricardo ejecutaba en el piano una sonata de Beethoven, Melchor en la caballeriza, punteaba una milonga en la guitarra mugrienta de algún peón.

Fue una vida dirigida, como la aguja magnética, hacia una sola dirección; y todas las vicisitudes y agitaciones de aquella existencia, realmente tormentosa, vinieron al cabo a culminar en un mismo punto y en el sentido de una sola vía, por la que se encaminaron en definitiva sus pasos.

Ahora, la superstición, que no es más que un conocimiento falso de las cosas, es una forma de actividad de la mente muy pobre, sin duda, pero "más vale algo que nada" y de acuerdo con las leyes precitadas, la mente desarrollada por las primeras supersticiones, cuán lentamente lo fuera, creció, al fin, en alguna parte, lo bastante para excederlas, haciendo necesarias las segundas, después las terceras, y así sucesivamente, hasta culminar el género en el paganismo, el budismo, el judaísmo, el cristianismo y el mahometismo, que rematan la edad de la imaginación.