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Pero no fue este contingente, ni por lo numeroso ni por el ruido que movían sus espelurciadas cabalgaduras en las callejas del lugar, lo que más llamó la atención en él, sino el otro contingente, el de los señores que fueron llegando a la casona por todos los senderos de los montes circundantes.

Empezando con una organización política, social y militar que superaba en mucho a las ventajas de la situación geográfica de la Grecia, y beneficiados con sus progresos intelectuales, los romanos la subyugaron porque les había cedido su superioridad sin adquirir la de ellos, y adueñada de las más altas conquistas del entendimiento humano, Roma conquista en seguida todos los países circundantes, y se queda señora del mundo antiguo, colindando con la plena barbarie en todos los rumbos.

Si Anastasio fuera de la condición que nosotros y tuviera el capital intelectual de que nosotros disponemos y viviera en pleno Buenos Aires, había de encontrar en su propio espíritu y en las influencias circundantes, los estímulos necesarios para triunfar de su dolor por muy hondo que sea y que yo respeto en él, porque es él; porque vive casi solo y a solas constantemente con sus recuerdos atribuladores; pero que no respetaría ni en mismo puesto en la situación en que estoy, felizmente.

La vida del campo, en sus formas genuinamente camperas, había contribuido a culminar un proceso de decaimiento moral que se había iniciado sutilmente en Melchor, con alguna antelación a su viaje a la estancia; pero que no había pasado inadvertido para el espíritu de su madre cuando le decía: «tienes deberes a que «antes» no habrías faltado», y la libertad absoluta de que gozaba en la estancia; las influencias circundantes, en el estímulo de los ejemplos que le rodeaban; la avidez de energías físicas, equiparables a la del peón o del toro y que se adueñó de su espíritu en cuanto lo encontró desprevenido o débil; la distancia interpuesta entre sus jueces y sus actos; las mismas resistencias subalternas con que solía chocar, todo propendía a acelerar la caída y más de una vez mientras Ricardo ejecutaba en el piano una sonata de Beethoven, Melchor en la caballeriza, punteaba una milonga en la guitarra mugrienta de algún peón.

«Que sus dos almas en una acaso se misturaron». ¡Quiébrela, niño...! dijo una voz que partió del grupo de paisanos, hacia el que Melchor lanzó una mirada de indignación visible... La pareja giraba lentamente, bajo las miradas de todos y con especialidad del hermano de la rubia cuyos movimientos seguía ansioso y lívido mientras le torturaban penosamente los comentarios circundantes.