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No pudo levantarse, porque al poner el pie en el suelo le asaltó terrible frío, castañetearon los dientes, y hubo de arroparse otra vez, sintiendo que el sudor se le congelaba en los miembros. Además notó agudo y violento dolor de costado, en términos que para respirar le fue preciso volverse del lado izquierdo.

Volvió la vejez a apoderarse de su cuerpo y empezó a sentirse casi decrépito. El frío del agua atravesaba su carne, penetraba en sus huesos y le congelaba los tuétanos y la sangre descolorida y pobre. Todavía se sostuvo Morsamor en la superficie del agua a su parecer por extraño e imprevisto socorro.

Con todo, las mujeres respiraron al salir del sombrío dédalo y ver de nuevo la claridad diurna y sentir el aire fresco que congelaba en su frente las gotas de sudor. Sólo a un punto iba Lucía sola: a la iglesia de San Luis. Al pronto, el edificio agradó muy poco a la leonesa, habituada a la majestad de su soberbia basílica.

El recuerdo de algún compañero muerto en estos pasos difíciles, congelaba su sangre un momento: «Allá abajo está Fulano». Allá abajo, en el fondo de la sima negra que bordeaban a tientas, con el tacto de los ciegos; donde sólo podían verle los cuervos, que poco a poco dejarían blancos sus huesos bajo el peso de la mochila, mientras en su casa, la familia, hambriento, movida por una remota esperanza, aguardaba que un día u otro se presentase.

Se fatigó de aquellas calurosas expresiones de amor que no encontraban la debida correspondencia. Tristán cada día más frío, más serio, más encerrado en mismo, detenía sus caricias y congelaba sus expansiones. El malestar fue creciendo y el alejamiento de los esposos haciéndose más ostensible.