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Cuando la procesión temerosa había desaparecido, se presentó en remota lejanía la silueta gentil de Fernando; llevaba en la mano un ramillete de borrajas y una gorra de marino sobre el endrino pelo rizoso. A Carmen se le aceleró entonces el corazón con un latido ardiente, y la imagen de Fernando se inclinó, muy galante y zarandera, para ofrecer el ramo de flores a una moza que pasaba.

Se inclinó para arrancar entre la hierba unas borrajas, ya casi marchitas, y con otra voz distinta, fraternal y confidencial, preguntó: ¿No tienes más que este vestido, Carmen? Este, y otro más viejo.... Y, ¿cuándo te quitas el luto? Cuando «ellas» manden.... El tiró las flores distraído y repuso: Le quitarás ahora para todos los Santos....

Y se oyó, como una campanada: ¡Oro 345! Llegaron los diarios de la tarde y pasaron de mano en mano, arrebatados, en el furor de saber noticias. ¿Qué había de nuevo? Nada, los decretos de agua de borrajas del Gobierno, los paños calientes de siempre: la situación deshauciada, y sus médicos aturdidos, sin saber a qué santo encomendarse.

Junto a él, sin miedo alguno, gorriones entumecidos se secaban el plumaje sobre el parapeto. Otros se tomaban del pico amorosamente. Ya se distinguían, a pocos pasos, las rojas amapolas y las borrajas azules, abriendo sus pétalos entre las hierbas infinitas que crecían sobre el adarve, con más vigor que en el campo. La niebla comenzó a disiparse, a hacerse más nacarada, más diáfana.