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Creían entonces en los duendes como se creía en los artículos de fe, y por creer en ellos doña Guiomar, imaginósela que, tal vez, no el hombre que amaba en carne y hueso era el que se la había aparecido en su retrete, sino una apariencia de él, tomada por algún duende maligno; y espantose y pareciola que detrás de cada tapicería se movía un duende travieso, y que las figuras de los lienzos que las paredes poblaban tomaban extrañas y espantables cataduras, y que de todos los ángulos de la sala surgían trasgos y fantasmas; y como tenía la imaginación muy viva, porque era andaluza, venida de las Indias, asustose de tal modo, que al familiar se asió como si hubiera creído que agarrándose a una parte de la Inquisición, por exígua y mezquina que fuese, a ella no se atreverían duendes, trasgos, ni espectros.

Una casualidad providencial me hacía dueño de la situación. Aquellos cobardes no se atreverían conmigo más que con Ruperto; y en cuanto a éste, me bastaba alzar el brazo y de un disparo mandarlo al otro mundo a dar cuenta de sus crímenes. Ignoraba hasta mi presencia allí. Sin embargo, nada de eso hice. ¿Por qué? Nunca lo he sabido.

Además, se han prometido una discreción absoluta; y están tanto más dispuestos a cumplir su promesa cuanto que temen tocar el asunto: ni siquiera se atreverían a hablar de eso entre ellos abiertamente.

Solamente viéndole casado, y bien casado, se atreverían a conceptuarle seguro. Y aquí se calló el relatante, porque ya no tenía más que decir, a su juicioso entender. Sin embargo, la marquesa echaba de menos un detalle de gran monta allí; detalle que si Ángel no le había omitido, ella le había olvidado ya.