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Actualizado: 18 de junio de 2025
En todas estas andaduras y averiguaciones pasaron el mes de Febrero y parte de Marzo, Salvador muy contrariado y melancólico, Zorraquín contento y satisfecho de verse entre aquella gente. Una mañana, regresando de visitar el caserío donde los carlistas tenían sus hospitales, se le enredó la capa en un espino y quedó en dos mitades como la de San Martín. Un oficial carlista le ofreció al punto una zamarreta de piel; púsosela nuestro cura y se encontró tan bien, tan ágil, tan a gusto con aquella prenda, propia para abrigar sin impedir los movimientos, que gustosísimo la tuvo por suya y prometió llevarla siempre de allí en adelante. Como le crecía la barba, y no había querido afeitarse, ya no parecía tal cura sino un capitán de malhechores, jefe de guerrilla o cosa así.
No le hacía ya maldito caso Zorraquín, y acariciaba el sable, como si fuera aquella arma necesaria para encaminar almas al cielo; movía alternativamente una y otra pierna, resollaba fuerte, se acariciaba la cerdosa barba, hasta que una destemplada voz sonó en la calle, gritando... «¡Zorraquín!» y tras esta palabra otra no muy edificante ni culta.
Cuando Zorraquín oyó el piafar de los caballos, no supo lo que por sí pasaba y un sudor se le iba y otro se le venía, mientras D. Carlos Garrote, charla que charla, no se contentaba con hablar de sí y de su conciencia, sino que se entraba en ciertos laberintos de teologías.
Navarro, al verle salir, dio un gran suspiro. ¿Era porque su conciencia estaba aún algo turbada o por desconsuelo de que sus amigos guerrearan mientras él se moría? Dejemos a Zorraquín subiendo a su caballo, cosa para él bien distinta de subir al púlpito. La tropa carlista salía de Elizondo.
Salvador le buscó por todo el pueblo y al fin halló al cura historiador y guerrero en una taberna, escanciando con marcial donaire una azumbre de vino, ganada al juego de las damas la noche antes. Acudió Zorraquín al llamamiento de su amigo.
Hablaron un momento del alma y de la bondad de Dios. Zorraquín halló en su espíritu cierta dificultad para retrotraerse a su antiguo oficio, tan distinto del que entonces tenía; pero al fin pudo vencer su desgana de oír pecados. Quitose la boina, sentose, apoyó el codo izquierdo en la cama, y acariciando con la derecha mano el sable, preparose a escuchar la confesión de su infeliz amigo.
Palabra del Dia
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