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Y habiéndose armado de resolución y hecho la pregunta, el novio contestó muy sorprendido y un es no es contrariado: ¡Válgame Dios, señora! ¿Es esto puñalada de pícaro? Prevaleciendo y aun privando en Villafría tan sanas doctrinas acerca de la longevidad de los noviazgos, ya se hará cargo el lector del asombro que produciría aquel arrebato, aquella impremeditación con que doña Luz se decidió.

La señora murió, y mi padre entonces me llevó consigo a su casa, y ya no me confió a nadie. A los pocos meses de estar con mi padre, donde me cuidaba una criada anciana, vino de Inglaterra el aya que mi padre encargó para y que ha estado conmigo hasta pocos días antes de que mi padre y yo viniésemos a Villafría.

No todas las historias que yo refiero han de ocurrir en Villabermeja. Hoy he de contar una muy interesante ocurrida, pocos años ha, en otro lugar cercano, que llamaremos Villafría, reservando para mayores cosas su verdadero nombre.

De esta suerte vino a formar D. Acisclo una poderosa minoría electoral, cuyo centro y núcleo era Villafría.

Como buen español y buen católico, se dolía de que explotasen aquel hermoso capital, pagando tan mezquinos réditos, gentes de extranjis, herejes o judíos de seguro. ¿Cuánto mejor empleado no estaría aquel dinero en España, y sobre todo en Villafría y los pueblos cercanos? Era indispensable traer a España aquel dinero.

Por otra parte, doña Manolita, con su charla, su desenvoltura y sus chistes, era el órgano más autorizado y resonante de la opinión pública en Villafría, y doña Manolita, no ya no habiendo el menor motivo, pero aunque le hubiese, no hubiera consentido jamás en que se dijese nada contra doña Luz; hubiera ahogado en sus burlas la voz de la murmuración más descocada.

Por lo demás, entre Villabermeja y Villafría no se da diferencia muy notable; pues, si bien Villabermeja posee un santo patrono más milagroso, Villafría goza de término más rico, de más población, de mejores casas, y de más pudientes hacendados. Entre éstos descollaba el Sr.

El cura encontró luego la carta, y entonces, exigiendo también del cura que no hablase de aquella carta con nadie, considerándola como secreto de confesión, el Marqués le recomendó que la custodiase y no la entregase sino a D. Acisclo, el cual no había de pedírsela hasta que viniese a Villafría un señor llamado D. Gregorio Salinas, o hasta que pasasen dos meses de la muerte de una señora que vivía en Madrid, llamada la Condesa de Fajalauza.

Su señoría, sitiado por hambre, tuvo entonces que abandonar la corte, y se retiró a hacer penitencia en Villafría, donde murió, al año de estar, de unas calenturas malignas, que infundieron en su sangre la falta de metales y la sobra de bilis. Todo el caudal del marqués, a su muerte, podría producir, a lo sumo, 16.000 rs. al año.