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La huella de sus pasos no se borrará jamás en los anales del derecho humano, porque ellos han sido los primeros en hacer surgir nuestro moderno concepto de la libertad, de las inseguridades del ensayo y de las imaginaciones de la utopía, para convertirla en bronce imperecedero y realidad viviente; porque han demostrado con su ejemplo la posibilidad de extender a un inmenso organismo nacional la inconmovible autoridad de una república; porque, con su organización federativa, han revelado según la feliz expresión de Tocqueville la manera cómo se pueden conciliar con el brillo y el poder de los Estados grandes la felicidad y la paz de los pequeños.

Al fin esa juventud que se esconde con sus libros europeos a estudiar en secreto, con su Sismondi, su Lherminier, su Tocqueville, sus revistas Británicas, de Ambos Mundos, Enciclopédica, su Jouffroi, su Cousin, su Guizot, etc., etc., se interroga, se agita, se comunica, y al fin se asocia indeliberadamente, sin saber fijamente para qué, llevada de una impulsión que cree puramente literaria, como si las letras corrieran peligro de perderse en aquel mundo bárbaro, o como si la buena doctrina perseguida en la superficie necesitase ir a esconderse en el asilo subterráneo de las catacumbas para salir de allí compacta y robustecida a luchar con el poder.

No en distinto sentido pudo afirmar Tocqueville que la poesía, la elocuencia, las gracias del espíritu, los fulgores de la imaginación, la profundidad del pensamiento, «todos esos dones del alma, repartidos por el cielo al acaso», fueron colaboradores en la obra de la democracia, y la sirvieron, aun cuando se encontraron de parte de sus adversarios, porque convergieron todos a poner de relieve la natural, la no heredada grandeza, de que nuestro espíritu es capaz.

Los espartanos pretendieron tambien estirpar la poesía del corazon, y lograron fabricar un molde artificial para dar una nueva forma á la naturaleza humana, ¿y qué consiguieron? destruir el libre albedrío, arrebatar á la inteligencia el atributo mas bello de la divinidad, despojar á la humanidad de sus amables virtudes, sin estirpar sin embargo esa poesía colectiva, á despecho del mismo pueblo que la rechazaba, que, como lo ha observado Tocqueville, es el signo característico de la poesía democrática.

Aun cuando el criterio moral no hubiera de descender más abajo del utilitarismo probo y mesurado de Franklin, el término forzoso que ya señaló la sagaz observación de Tocqueville de una sociedad educada en semejante limitación del deber, sería, no por cierto una de esas decadencias soberbias y magníficas que dan la medida de la satánica hermosura del mal en la disolución de los imperios, pero una suerte de materialismo pálido y mediocre, y en último resultado, el sueño de una enervación sin brillo, por la silenciosa descomposición de todos los resortes de la vida moral Allí donde el precepto tiende a poner las altas manifestaciones de la abnegación y la virtud fuera del dominio de lo obligatorio, la realidad hará retroceder indefinidamente el límite de la obligación.

Tocqueville nos revela por la primera vez el secreto de Norteamérica; Sismondi nos descubre el vacío de las constituciones; Thierry, Michelet y Guizot, el espíritu de la historia; la revolución de 1830, toda la decepción del constitucionalismo de Benjamín Constant; la revolución española, todo lo que hay de incompleto y atrasado en nuestra raza. ¿De qué culpan, pues, a Rivadavia y a Buenos Aires? ¿De no tener más saber que los sabios europeos que los extraviaban?

A la América del Sur en general, y a la República Argentina sobre todo, le ha hecho falta un Tocqueville, que, premunido del conocimiento de las teorías sociales, como el viajero científico de barómetros, octantes y brújulas, viniera a penetrar en el interior de nuestra vida política, como en un campo vastísimo y aun no explorado ni descrito por la ciencia, y revelase a la Europa, a la Francia, tan ávida de fases nuevas en la vida de las diversas porciones de la humanidad, este nuevo modo de ser que no tiene antecedentes bien marcados y conocidos.