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Actualizado: 21 de mayo de 2025


¡Y yo me creía el causante de las desgracias de la sociedad china! En mi espíritu enfermo, Ti-Chin-Fú tomaba entonces el valor desproporcionado de un César, de un Moisés, de uno de esos seres providenciales que son la fuerza de una raza. Yo le muerte, y con él murió la vitalidad de su patria.

Cuando después de comer, mientras a mi lado humeaba el café y yo languidecía, recostado en el sofá, en una sensación de plenitud y hartura, elevábase dentro de , melancólico, como canto que se escapa de una cárcel, un susurro de acusaciones. ¡Miserable, ese bienestar con que te regalas, no volverá a gozarlo el venerable Ti-Chin-Fú por tu causa!

¡Oh, tortura espantosa! ¡Tortura realmente oriental! No podía llevarme a la boca un pedazo de pan sin recordar a los descendientes de Ti-Chin-Fú, pidiendo de comer, como pajarillos sin plumas que abren en vano el pico y pían en un nido abandonado.

El alma de Ti-Chin-Fú debe conocer bien el Imperio, y eso no le satisfaría. ¿Y si yo emplease parte de la fortuna del viejo en hacer particularmente, como filántropo, largas distribuciones de arroz al populacho hambriento? Es una idea. Funesta dijo el general, frunciendo horriblemente el entrecejo.

Mas, general murmuró, yo quiero librarme de la presencia odiosa del viejo Ti-Chin-Fú y de su papagayo... Si yo entregase la mitad de mis millones al tesoro chino, ya que no me es dado personalmente, como Mandarín, aplicarlos a la prosperidad del Estado, tal vez Ti-Chin-Fú se calmase. El general puso paternalmente su ancha mano sobre mi hombro. Error, considerable error, joven.

Es al Sur de la China, en la provincia de Cantón. Mas también hay una familia Ti-Chin-Fú más allá de la gran Muralla, casi en la frontera rusa, en el distrito de Ka-ó-li. Ambas perdieron el jefe y ambas están en la miseria. Por lo tanto, esperando sus nuevas órdenes, no retiré el dinero de casa de Tsing-Fó.

Y, afanándome por esconder una lágrima, salí murmurando furiosamente: ¡Canalla de Ti-Chin-Fú! ¡Por tu causa! ¡Viejo malandrín! Al día siguiente salí para Tien-Hó, acompañado de Sa-Tó, el respetuoso intérprete, una larga fila de carretas, dos cosacos y todo un pueblo de koolíes.

El venerable ruso, frunciendo su nariz de pico de milano, me opuso aún otras objeciones que yo veía levantarse ante mi deseo como las murallas mismas de Pekín; ninguna señora de la familia de Ti-Chin-Fú consentiría en casarse con un extranjero; y sería imposible, absolutamente imposible, que el emperador, el Hijo del Sol, concediese a un extraño los honores privilegiados de un Mandarín.

Siempre que entraba en casa contemplaba horrorizado la misma visión; ya atravesada en el umbral de la puerta, ya tendida sobre mi lecho de oro, veía una figura extraña, de coleta negra y túnica amarilla, con un papagayo de papel entre las manos. ¡Era el Mandarín Ti-Chin-Fú! Yo entraba furioso con el puño levantado, pero todo desaparecía como por encanto.

Palabra del Dia

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