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No creo que sea muy grave preferir la compañía de las personas que nos son simpáticas. Posiblemente esas personas que son simpáticas no obtienen ese resultado sino gracias al mérito de sus sastres. Tranquilícese usted respondió la joven, que tomó el partido de convertir en broma los reproches de Juan; me ocupo muy poco de tal asunto.

En Buenos Aires no hay sastres: «son talabarteros». Se hallaba molestísimo con el traje de frac que le habían hecho aquí. «Vea usted este frac; el corte es imposible; las solapas no se plegan, los faldones son cortos, ¡estoy ridículoLe dije que el secreto de la elegancia no está en que lo que uno se pone le mejore a uno, sino en mejorar uno lo que uno se pone.

Todavía se cuentan con entusiasmo las pasadas que a sus patronas, sastres y zapateros han jugado algunos escritores de menor cuantía, y hay quien les admira por ellas más que por sus obras: quizá tengan razón, porque estos literatos tan chistosos para no pagar, no solían serlo tanto para escribir.

¿Sabe usted, tía, que me ajusta un poco? ¡Qué sastres! Entretanto, la señora había quedado parada delante de un grabado puesto en la cabecera de la cama, en lugar de la imagen de San Pablo, que yacía descolgada irreverentemente de su clavo. Y había por qué quedarse parado, pues el tal cuadrito representaba una dama en traje tan primitivo, que no podía darse más, ¡qué horror!

Me dicen que los curas italianos trabajan por lo que les dan, y han abaratado los precios. Como que muchos se ayudan con un oficio, y cuando vuelven de la iglesia a casa, son sastres de viejo o remiendan zapatos... En aquellas tierras los hombres se muestran, según mis noticias, algo indiferentes con nosotros. Lo mismo que en la nuestra.

En el presente siglo la industria en cuestión estaba muy decaída, no sabemos si porque había menos clérigos ó porque había más sastres. En el quinto piso de la casa de Tócame Roque, situada en la calle de Belén, tenían su nido dos hermanas, sastras de ropas sagradas, que habían venido muy á menos.

Estos y otros argumentos por el estilo acabaron por convencer al duque que volvió, no a la virtud, pues el camino era demasiado largo para sus viejas piernas, pero al vicio elegante. El señor de Sanglié le llevó a uno de los mejores sastres del bulevar, como se conduce un desertor al vestuario del cuartel, que le obligó a endosarse la librea de las gentes de mundo.

Se despojó de su antiguo traje, que en realidad estaba maltratado y con numerosas roturas, cubriéndose luego con la suelta túnica que le habían fabricado los sastres del país. Finalmente se echó sobre la cabeza un velo hecho de lona de la que fabricaban los pigmeos, y que más bien parecía la vela de un antiguo navío.

Comenzaron con calor los preparativos de indumentaria; las coristas encargaron vestidos riquísimos a París y se retrataron con ellos: los caballeros también fatigaron a los sastres con menudencias impertinentes.

En la organización de tal cabalgata es seguro que exprimieron su magín los sastres, ayudados, tal vez, por algunos de los más doctos ingenios, logrando ser el asombro de la ciudad.