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Actualizado: 17 de mayo de 2025
Aún no habían transcurrido ocho días, cuando le hizo entrar, como peón de albañil, en una fábrica de espejos de la calle de Sèvres. Transcurrió mucho tiempo, seis meses por lo menos, sin que la nariz del notario sufriese la menor novedad digna de especial mención.
Dos butacas de raso entre azulado y ceniciento, con flecos de borlitas y madroños multicolores y brillantes; en la pared, un magnífico espejo con ancho marco de dorada hojarasca; en el centro, un veladorcito de ónix y bronce, sobre el cual había una canastilla de porcelana de Sèvres, llena de las flores, ya marchitas, que llevó don Juan el primer día; ante la chimenea encendida, la famosa doble silla en forma de S, y en el suelo, para que la esperada beldad pusiese los lindos piececitos, dos grandes almohadones de seda oscura, que destacaban sobre la alfombra casi blanca cuajada de rosas amarillentas.
Unos decían que se hallaba en segundo grado de tisis, otros que en tercero, y había también quien sostenía que sólo se hallaba en primero. De todos modos, nadie dejaba de asignarle alguno de estos grados confortables. Era un ser apacible y transparente o por lo menos traslúcido, como si estuviera fabricado de porcelana de Sevres, que vivía, sonreía y tosía.
Entre las telas, algunos bajo-relieves en bronce; y sobre los muebles, pies de todas clases, bronces antiguos y modernos; terracotas de Carpeaux, Chapu, y bustos de Cordier de Monteverde y de Dupré; un sinnúmero de reducciones de Bardedienne; vasos, ánforas y objetos menores sobre tapices orientales, entre los cuales se veían variedades de bibelots en esmalte, en Saxe, en Sévres, en carey, en marfil viejo.
Al medio día, entraba en mi pila de mármol rosa, donde los perfumes derramados daban al agua un tono opaco de leche: después, pajes rubios, de manos suaves, me daban fricciones con el ceremonial de quien celebra un culto; y envuelto en un «robe-de-chambre» de seda índica, atravesaba la galería mirando a mis «Fortunys» y a mis «Curots» entre dos filas silenciosas de lacayos, dirigiéndome al comedor, donde, servidos en platos de Sévres, azul y oro, humeaban los más suculentos manjares.
Despues de mucho discurrir al azar, oliendo donde se guisa, atravesamos una de las galerías del Palacio Real, y en un bazar de porcelana hemos visto un juego de platos, que perteneció á Luis Felipe. Acerca de la autenticidad no hay duda alguna, puesto que los platos son de lo mejor que se hace en la famosa fábrica de Sevres, y tiene en el fondo la corona y nombre de Luis Felipe.
Comencé a pensar que Ti-Chin-Fú tendría, sin duda, una numerosa familia, nietos y biznietos, que, despojados de sus riquezas, mientras yo me comía lo suyo en vajilla de Sévres, con una pompa de Sultán perdulario, atravesarían en China todos los infiernos tradicionales de la miseria humana, los días sin arroz, el cuerpo sin agasajos, la hermosura negada, el suelo cenagoso de la calle por lecho.
No, amigos mios, no: si así fuese, bien sabe Dios que no hallaria aquí gran cosa que admirar. Los hechos no pueden mirarse de ese modo, de un modo egoista. La fábrica de Sevres, como la manufactura de los Gibelinos, tiene un sentido mucho más alto, otra clase de elocuencia social.
En el centro de un veladorcito de ébano, cubierto por un tapete de seda con flecos de colores vivísimos, había un joyero de porcelana vieja de Sevres, y en el cóncavo de su copa varias horquillas, una sortija y una estrecha cinta tejida con raso de dos tonos, rosa y blanco.
La fábrica de Sevres es en porcelana lo que los Gibelinos en tapices. El Japon es muy superior por lo precioso de la materia; pero no por lo hábil del trabajo. Bien, se dirá por alguno: ¿qué significa esa fábrica de Sevres? ¿Qué es? Un horno que funde jarrones, flores y vajillas para los reyes, para los grandes, para los ricos, una fábrica de preseas.
Palabra del Dia
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