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Pues entonces ¡rayos y truenos! ¿por qué no vestís guardapiés y cofia y os ponéis á manejar la rueca, que no á beber con hombres?

Y en el cielo vi a una señora vestida de blanco, trenzando un cordón con la espuma del mar. Y yo me así del hilo, y el hilo se me reventó, y caí dentro de una cueva de ratones. Y en la cueva de ratones estaban tu padre y mi madre, hilando cada uno en su rueca, como dos viejecitos. Y tu padre hilaba tan mal que mi madre le tiró de las orejas hasta que se le caían a tu padre los bigotes.

Sus cabellos blancos como el copo de su rueca y su blanca sonrisa, indican que debió ser en otro tiempo una mujer hermosa. A pesar de las incomodidades que su estancia en el castillo nos pudiera causar, he podido con seguir de mi esposo que continúe en su vivienda, porque son muy peligrosos los traslados de las plantas cuando llegan a ser viejas.

Madre dijo Dolores, sitiada por los niños , si no llama usted a esas criaturas, no se cocerán las batatas de aquí al día del juicio. La abuela arrimó la rueca a un rincón y llamó a sus nietos. No vamos respondieron a una voz si no nos cuenta usted un cuento. Vamos, lo contaré dijo la buena anciana.

Eran próximamente las nueve; el loco fue a sentarse junto a un rincón del hogar, que llameaba... Duchêne, el mozo de labor, reparaba la silla de montar de Bruno; el pastor Robin hacía una cesta, y Anita colocaba los cacharros en el vasar; yo había acercado el torno al fuego para hilar una rueca antes de acostarme. Fuera, los perros ladraban a la Luna; debía de hacer mucho frío.

Cuando hubieron terminado la cena se despidió. Rezaron después el rosario y concluído Felicia subió á acostar á los pequeños. Cuando volvió tomó la rueca y se puso á hilar. El cantero y el zagal se fueron á la cama.

¡Vaya! dijo Hullin ; aquí tenemos a Yégof... No esperaba volver a verle este invierno... Eso es raro en él... ¿Qué le sucederá para regresar con semejante tiempo? Y Luisa, dejando la rueca, corrió a contemplar al Rey de Bastos.

En las raíces del árbol más viejo, que es también el más inclinado que forman los de la orilla, está sentada una mujer anciana, doblada por los años cual el árbol, sus manos hilan maquinalmente con la rueca llena de lana más blanca que sus cabellos. De vez en cuando, cambia algunas palabras con una joven en lengua extranjera.

Tanto se dejó dominar por ella, que corrieron en Roma medallas satíricas que tenían por el anverso a Olimpia con la tiara ceñida y en las manos las llaves de San Pedro, y por el reverso al Papa peinado femenilmente y empuñando una rueca.

Pero, ¿qué digo, miserable? ¿No soy yo el vencido? ¿No soy yo el derribado? ¿No soy yo el que no puede tomar arma en un año? Pues, ¿qué prometo? ¿De qué me alabo, si antes me conviene usar de la rueca que de la espada?