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Durante el nuevo silencio Robledo se habló mentalmente. «¡Y pensar que por este andrajo se mataron los hombres, lloraron tantas mujeres y sufrí yo angustias inmensas!...» Como si Elena adivinase sus pensamientos, dijo con humildad: Usted no sabe qué terribles han sido mis últimos años... Vino la guerra y se empeñaron en perseguirme, no permitiendo que viviese en París.

Una parte la había oído ya Robledo en París: cómo se encontraron él y ella en Londres, la nobleza de su familia allá en Rusia, la alta posición de su marido en la corte de los zares. Pero ahora el tono del narrador era otro, y Torrebianca parecía dudar de aquel pasado que siempre había admitido de buena fe, exhibiéndolo con orgullo.

Federico, ¿deseas algo?... Su amigo Federico le contestaba con voz débil y humilde, procurando á continuación mantenerse silencioso. Despertó Robledo por tercera vez, pero ahora la luz del día marcaba con líneas de claridad las rendijas de su ventana. Un ruido había cortado su sueño, obligándole á echarse de la cama con sobresalto.

Y así continuarían, años y más años, hasta amontonar una suma considerable de millones. Robledo pensaba con melancolía en el destino de su riqueza enorme. Llegaba á él cuando era viejo y no podía sentir la tentación de los placeres que engañan y entretienen á los demás mortales.

Atraído por la fuerza del contraste, Robledo, hombre de trabajo que había sufrido en su existencia grandes estrecheces y amarguras, aceptaba con un fatalismo risueño este final de sus esfuerzos, encontrándolo lógico y de acuerdo con las ironías de la vida. Pensaba, además, en otro contraste que había acompañado á su enriquecimiento.

Únicamente quiso aceptar de lo más preciso para su viaje á través de la Cordillera. Dice que en Chile esperará mis noticias. Pienso buscarle algunas recomendaciones entre mis amigos de Buenos Aires... ¡Qué catástrofe! ¡Y todo por una mujer! Robledo quedó pensativo, para afirmar después optimistamente: Yo no la creo mala por completo.

Allí entregó las riendas con una brusquedad de cuartel á su criado mestizo, y antes de meterse en su vivienda dijo á Ricardo: Creo que sólo nos faltan seis meses para terminar la primera presa en el río, y Robledo y usted podrán regar inmediatamente una parte de sus tierras.

Lo único que persistió en ella, quitándole el sueño, fué la duda de si verdaderamente aquellas dos personas habían nombrado en su conversación á la señorita de Rojas. Y volvió á preguntarse muchas veces: «¿Qué tendrán esas gentes que decir de mi niña?...» Robledo pasó igualmente una noche agitada.

La bella Elena le oía con gran interés; pero Robledo, sintiéndose inquieto por la expresión momentáneamente admirativa de sus ojos de pupilas verdes con reflejos de oro, se apresuró á añadir: ¡Esta fortuna puede retrasarse también tantos años!... Es posible que sólo llegue á cuando me vea próximo á la muerte, y sean los hijos de una hermana que tengo en España los que gocen el producto de lo mucho que he trabajado y rabiado allá.

De voluntad fácil para el enamoramiento, Torrebianca andaba siempre en relaciones con una liejesa, y Robledo, por acompañarle, se prestaba á fingirse enamorado de alguna amiga de la muchacha.