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Actualizado: 30 de septiembre de 2025


El empleadillo tímido de ademanes recobraba su gallardía de hombre de combate. Su voz sonó ronca al seguir hablando. El iba adonde le llamaban, adonde quería ir, sin reconocer á nadie el derecho de mezclarse en sus actos. Era la duquesa la única que podía cerrarle la puerta de su casa. ¿Por qué intervenía el príncipe en los asuntos de aquella señora sin consultar antes su voluntad?

Haga usted cuenta que mantiene unos cuantos amigos; ellos llaman por su apellido seco y desnudo a todos los que lo sean de usted, hablan cuando habla usted, y hablan ellos... ¡Señor, señor! ¿entre qué gentes estamos? ¿Qué orgullo es el que impide a las clases ínfimas de nuestra sociedad acabar de reconocer el puesto que en el trato han de ocupar? ¿Qué trueque es éste de ideas y de costumbres?

El infortunado médico, al pronunciar estas palabras, alzó los brazos con una mirada de horror, como si hubiera visto alguna forma espantosa, que no podía reconocer y estuviese usurpando el lugar de su propia imagen en un espejo. Era uno de esos raros momentos en que el aspecto moral de un hombre se revela con toda fidelidad á los ojos de su alma.

El Rey de Inglaterra, Carlos II, expresamente ordenó al Caballero Juan Narborough, pasase á reconocer el Estrecho de Magallanes y la costa Patagónica entre dicho estrecho y las poblaciones españolas, con órden de abrir, si le fuese posible, alguna correspondencia con los indios de Chile, estableciendo con ellos cualquiera especie de comercio.

Yo me atreví a apuntar que había excepciones, pero no fue posible hacérselo reconocer. ¡Qué rato tan delicioso y tan infernal a la vez, me estaba haciendo pasar aquella niña! Para llevar la conversación a otro punto, le pregunté: ¿Cuántos años tiene V.? Hasta ahora no me lo ha dicho.

Al fin estuve a tal punto familiarizada con su círculo, que habría podido reconocer por su aspecto y por su voz a cada uno de sus criados, de sus amigos, de sus conocidos.

A la luz del candil se llegó don Paco al que estaba boca abajo tendido por el suelo y le puso boca arriba. La carátula se le había caído. Don Paco y don Ramón se quedaron absortos al reconocer a Antoñuelo. Por dicha no había recibido ningún garrotazo en la cabeza; pero estaba derrengado, molido y lleno de contusiones.

Pero el médico quedó con el brazo en alto al reconocer al hombre que le acometía. ¡!... ¡!... gritó con una voz que parecía desgarrarle la garganta.

Al encontrar libre la salida vió don Marcelo á la pobre mujer con los ojos enrojecidos, la faz huesosa, el pelo en desorden. La noche había gravitado sobre su existencia con un peso de muchos años. Toda su energía se desvaneció de golpe al reconocer al dueño. «¡Señor... señor!», gimió convulsivamente. Y se arrojó en sus brazos derramando lágrimas.

La enferma fantasía de Clara creyó reconocer en aquellas voces un horrible y áspero trío de las Porreñas, que volaban, envueltas en espantosas nubes, dando al viento las voces de su impertinencia, de su amargo despecho y de su envidia.

Palabra del Dia

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