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Actualizado: 22 de junio de 2025
Este mote de «pingüinos» no era de su cosecha. ¡Que le librase Dios de tamaño atrevimiento!... Los «pingüinos» eran las señoras más notables de a bordo, matronas argentinas que al no poder ocupar el trasatlántico entero, lo mismo que un yate propio, se habían concentrado en esta parte del buque como asustadas y ofendidas del contacto con los demás.
Ninguna tiene valor para deslizarse ante el imponente areópago. La otra noche le propuse por medio de intérprete a una de esas rubias que pasásemos juntos ante los «pingüinos», creyendo enorgullecerla con este sacrificio y que me lo gratificase después. Pero la pobrecita casi palideció de miedo: «Nein... nein», como si le hubiese propuesto echarnos de cabeza al mar.
Vea, Fernando, con qué aire de sonriente humildad acogen esas señoras cualquiera palabra de los «pingüinos». Son más ricas tal vez que las otras, pueden permitirse mayores lujos, pero no pasan de ser «gente mediana», y las otras son «gente bien», como ellas dicen.
Se mantienen con los codos apretados para que nadie pueda entrar en su grupo. Recuerdan a los pingüinos del Polo Sur, esos pájaros bobos que sólo pueden vivir ala con ala formando filas en las aristas de las rocas.
Cerca de este grupo majestuoso, y buscando su contacto, estaban otras damas, a las que llamaba Maltrana «aspirantes a pingüinos». Eran la esposa y las niñas de Goycochea el español, la señora del millonario italiano, cuyo collar de perlas rivalizaba en valor y continuas exhibiciones con el de la mujer del banquero, sus hijas, la institutriz inglesa y toda la familia de la Boca que traía a su costa a Monseñor.
Y entre esta gente y el bando de los «pingüinos», con sus admiradoras anexas, estaba otro grupo, al que daba Isidro el título de «gran coalición de potencias hostiles», compuesto de señoras de nacionalidades diversas, atraídas por una antipatía común. Maltrana las designaba con hermosos sobrenombres, lo mismo que los personajes homéricos.
Pasaba de un grupo a otro: de los «pingüinos» a las «potencias hostiles»; pero no se puede dar gusto a todos a la vez. Ahora, con las «potencias», el saludo nada más; frías y corteses relaciones de diplomacia. La última vez que me acerqué al grupo, la chilena «cuello de cisne» me dijo con una sonrisa de cuchillo: «¿A qué viene usted aquí, patero?
Acaba de subir a la cubierta, y ya van saliendo del fumadero sus adoradores... ¡Saludo a la pasajera más hermosa de todo el buque! Nélida dilató los frescos labios, contestando con su sonrisa felina a la genuflexión versallesca de Isidro. Luego pasó ante «el banco de los pingüinos» irguiendo su aventajada estatura, desafiando con su mirada cándida el enojo de las imponentes señoras.
Los viajeros pasaban por entre las pacíficas familias de los lamantinos y de las focas, que se dejaban tocar. Los pingüinos y los mancos seguían á los navegantes, aprovechándose de sus comestibles, y, llegada la noche, guarecíanse bajo las ropas de los marineros. Nuestros padres estaban creídos, y no sin cierto grado de verosimilitud, que los animales sienten como nosotros.
Las «aspirantes a pingüinos», colocadas entre los dos grupos, cazaban las sonrisas de unas y las palabras de otras, aprovechándolas para entablar conversación. Estaban contentas de la vida íntima del buque, que no exige presentaciones para que las personas se conozcan. A pesar de la falta de cordialidad de los dos grupos, casi todos los días se establecía entre ellos una momentánea relación.
Palabra del Dia
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