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Actualizado: 9 de mayo de 2025


En suma, los dos días pasaron como un soplo; D. Jaime se fue a recorrer el distrito con D. Acisclo y Pepe Güeto; y las dos amigas se quedaron como antes, acompañadas sólo, en las horas de la comida y de la tertulia, del P. Enrique y a veces del cura y de D. Anselmo.

Cada cual tenía sus negocios y sus horas. Entre tanto, Pepe Guzmán continuaba siendo amigo de la casa y visitándola de vez en cuando. ¡Y pásmate ahora otra vez!: a los ocho meses de casada, tuvo la hermosa Nica Montálvez una niña como unas perlas.

Mas Pulidito, alargando el inexorable dedo indicador, cual si fuesen sus falanges elásticas, y agitándolo de arriba abajo con la fatal oscilación de un péndulo acompasado, exclamó con temeroso acento: ¿Lo ves, Pepe?... ¿Lo ves?... ¡Lo dije!... ¡Lo dije!... ¿Qué? replicó Butrón con el aire resignado de quien se prepara a recibir un importuno chubasco.

Y esforzándose en no llorar, acabó su tocado ceñuda y mal humorada, como quien gasta tiempo en tarea baldía. El día señalado, y a la hora convenida, Pepe y Millán trasladaron a don José a casa de Engracia.

Los jóvenes se echaron a reír y Pepe Vera le envió un beso en la punta de los dedos. María comprendió inmediatamente que aquella expresión no había sido dicha sino para hacerle volver la cara. No pudo menos de sonreírse y se alejó dejando caer el pañuelo. Pepe lo recogió apresuradamente y se acercó a ella, como para devolvérselo.

¡Tonterías! replicó Pepe Vera . ¡Puros remilgos! No está aquí el duque para temer que te ofenda la luz, ni el matasanos de tu marido, para temer que entre un soplo de aire y te mate. Aquí huele a pachulí, a algalia, a almizcle, a cuantos potingues hay en la botica. Esas porquerías son las que te hacen daño. Deja que entre el aire y que se oree el cuarto, que esto te hará provecho.

Pepe el cobrador relatábale las costumbres y rarezas de aquellas gentes, a las que él llamaba «su ganado». Existían dos grandes divisiones en el vecindario de las Cambroneras, cuyos límites nunca llegaban a confundirse; a un lado los payos, que eran los menos, y al otro los gitanos, que constituían la mayor parte de la población.

Los salvajes de los dos grupos le miraron con curiosidad, sonriendo. ¿Cómo es eso, Rafael? preguntó Pepe Castro. Habéis de saber que mi padre se murió diciéndome: "¡El deber, hijo! ¡el deber! ¡Ante todo el deber!"... Fueron sus últimas palabras. Yo, cumpliendo con este sagrado consejo, procuro deber todo lo posible. Hizo gracia a sus compañeros este rasgo cínico; lo celebraron con algazara.

En verdad, Pepe Vera había estado admirable. Todo lo que había hecho en una situación que le colocaba entre la muerte y la vida, había sido ejecutado con una destreza, una soltura, una calma y una gracia que no se habían desmentido ni un solo instante.

En fin, lo que acontece muchas veces en estos, sucedió en la ocasión presente. Los que más gritaban, pudieron más; y quedó decidido que aquel poderoso y terrible animal muriese en regla y dejándole todos sus medios de defensa. Pepe Vera salió entonces armado a la lucha. Después de haber saludado a la autoridad, se plantó delante de María y la brindó el toro.

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