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Actualizado: 22 de junio de 2025
Allí se describen pirámides mas grandes que las de Egipto; y hazañas de aquellos gigantes que vencieron a las fieras; y batallas de gigantes y hombres; y dioses que pasan por el viento echando semillas de pueblos sobre el mundo; y robos de princesas que pusieron a los pueblos a pelear hasta morir; y peleas de pecho a pecho, con bravura que no parece de hombres; y la defensa de las ciudades viciosas contra los hombres fuertes que venían de las tierras del Norte; y la vida variada, simpática y trabajadora de sus circos y templos, de sus canales y talleres, de sus tribunales y mercados.
Por lo común, eran gentes desabridas y regañonas; y en sus peleas contra las veleidades de la baraja, siempre llevaban la parte más cruda unas cuantas viejas aristócratas, como si el ochavo que allí disputaban encarnizadamente alcanzara a tapar los descubiertos y trampas en que vivían, por culpa de sus despilfarros y disipaciones.
Había oído hablar algo de muebles rotos y peleas con el mayordomo. Una insignificancia. Una humorada de mis amigos los norteamericanos... Pero el conflicto quedó arreglado inmediatamente. Habían salido todos del fumadero atraídos por la luna, una luna enorme que cubría de plata viva el Atlántico y hacía correr por los costados del buque arroyos de leche luminosa.
La pequeñez de su cuerpo ágil y escurridizo le servía tanto como la fuerza de sus brazos, y de todas las peleas salía incólume, «sin que le sacasen sangre». Los indígenas creíanle poseedor de maravillosos amuletos. Ojeda también se consideraba protegido por el cielo gracias a un cuadrito antiguo de la Virgen, regalo de Fonseca, que llevaba pendiente del cinturón de la espada.
Innumerables veces se había representado escenas de martirio de las cuales era protagonista y en las que siempre salía vencedora: bien así como muchos hombres aficionados a las peleas se imaginan luchar con una docena de campeones y hacerlos correr ignominiosamente, y otros enamorados de la oratoria se representan dirigiendo su voz a las muchedumbres, conmoviéndolas y arrastrándolas a su talante. ¡Con cuánta admiración había leído la fuga de la santa doncella de Mérida desde la casa de campo de sus padres hasta la ciudad, donde se presentó voluntariamente ante el gobernador Calfurniano a confesar su fe y a pedir el martirio!
Nacido en una provincia del interior, con la tez algo cobriza, las cejas en ángulo y el pelo duro y espeso, «el amigo Gómez», como le llamaba Isidro con su fraternal exuberancia, mostraba un entusiasmo reconcentrado al hablar de armas y peleas.
Palabra del Dia
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