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Actualizado: 1 de septiembre de 2025


El otro día le preguntó, con la mayor reserva, a la señora Percival, que reside con nosotros en Mayvill, si creía que Mabel tomaría a mal que él se declarara a Dolly. Se ve, pues, que sus pensamientos se encaminan, evidentemente, a las sendas matrimoniales.

Irguiéndose en medio de su hermoso parque, a mitad de camino entre King's Pyon y Dilwyn, Mayvill Court era, y lo es todavía, uno de los puntos de campo dignos de verse. Era una mansión ideal hereditaria.

Nada más tengo que decir, salvo que es una relación muy poco apetecible. Fue Poldo quien le puso el apodo de «el Ceco». ¿Y el monje que se llama fray Antonio? Jamás he oído hablar de esa persona; nada de él. En la punta de la lengua tuve la pregunta de si tenía un hijo y si su nombre era Herberto, recordando aquella trágica escena nocturna en el parque de la mansión de Mayvill.

Felizmente, empero, todos los moradores de Mayvill ignoraban por completo los acontecimientos de la noche anterior, y cuando a mediodía abandonamos la mansión, de regreso para Londres, Gibbons y su esposa nos despidieron en la puerta y nos desearon feliz viaje.

Como era un aventurero, calculó que podía contraer enlace conmigo, teniendo en cuenta que era la única heredera de esas grandes riquezas. Hacía un mes que nos conocíamos, cuando, inesperadamente, llegó Dawson de Italia, parando con nosotros en Mayvill, durante unos pocos días, y una tarde que andaba cazando pichones silvestres, nos vio paseando juntos por la orilla del bosque que rodea el parque.

Sobre la mesa había una gran ponchera antigua, llena de espléndidas rosas Gloise de Dijón, que el jefe de los jardineros enviaba todos los días, junto con la fruta, de la posesión de Mayvill. Su arreglo se debía, como yo bien lo sabía, a las delicadas manos de la mujer que durante años había aprendido a admirar y a amar secretamente.

Palabra del Dia

passaro

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