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También Marcelina sabía cantar La Stella confidente y la Plegaria a la Virgen.

Pero, señorita Marcelina, no se mate así porfió Julián . Son figuraciones, señorita, figuraciones. Ella le tomó las manos entre las suyas, que ardían. Dígale usted a mi marido que la eche, Julián. ¡Por amor de Dios y su madre santísima! El contacto de aquellas palmas febriles, la súplica, turbaron al capellán de un modo inexplicable, y sin reflexionar exclamó: ¡Tantas veces se lo he dicho!

Julián no se hubiera encargado jamás de tan ingrata comisión a no parecerle que iba en ello la salvación eterna de don Pedro, y también el sosiego temporal de la que él seguía llamando señorita Marcelina, contra el dictamen de las convidadas a la boda. No sin aprensión cruzó de nuevo el triste país de lobos que antecedía al valle de los Pazos.

También se disgustó mucho porque la tía Marcelina, que pensaba instituirme heredera, creo que va a dejarle a Rita los bienes.... Yo no tengo que ver con nada de eso.... ¿Por qué me matan?

Lo he pensado ya; sólo que fue como un relámpago, de esas cosas que desecha uno apenas las concibe. Ahora ya... ya estamos en otro caso. Sólo con ver su cara de usted.... ¡Jesús!, ¡señorita Marcelina! ¿Qué tiene que ver mi cara?... No se acalore, le ruego que no se acalore.... ¡Por fuerza esto es cosa del demonio! ¡Jesús mil veces!

Además Marcelina le había dirigido una pulla, y aunque había contestado con otra más sangrienta, que en esto nunca se había quedado atrás, tenía miedo a enfermar de ira.

No restaba más esperanza a las primitas que la herencia de una tía soltera, doña Marcelina, madrina de Nucha por más señas, que residía en Orense, atesorando sórdidamente y viviendo como una rata en su agujero. Estas nuevas dieron en qué pensar a don Pedro, que desveló a Julián algunas noches más. Al cabo adoptó una resolución definitiva.

Cuando el hermano marchó al colegio, estuvo malucha. Por eso la ve usted descolorida. Es un ángel, señorito. Todo se le vuelve aconsejar bien a las hermanas.... Señal de que lo necesitan arguyó don Pedro maliciosamente. ¡Jesús! No puede uno deslizarse.... Bien sabe usted que sobre lo bueno está lo mejor, y la señorita Marcelina raya en perfecta. La perfección es dada a pocos.

Usted trabaja demasiado, padre dijo Marcelina, una joven soltera que, al decir de la gente, frisaba ya en los cuarenta, fea, apergaminada, muy habilidosa de manos y no poco también de lengua. ¡Tantas horas de confesonario!... ¡Y luego los enfermos!... Sin contar las horas que pasa de rodillas en oración... apuntó con timidez Obdulia. Después de soltar la frase se puso colorada.

Jamás se atrevía a llamarla por el diminutivo, pareciéndole Nucha nombre de perro más bien que de persona; y cuando don Pedro se resbalaba a chanzonetas escabrosas, el capellán, juzgando que consolaba a la señorita Marcelina, tomaba asiento a su lado y le hablaba de cosas santas y apacibles, de alguna novena o función de iglesia, a las cuales Nucha asistía con asiduidad.