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Habíase inaugurado aquella semana el tranvía del barrio de Salamanca, y lamentábase el académico de que el vulgo de Madrid se empeñase en hacer masculino el nuevo vehículo, contra el dictamen de algún colega suyo, que por femenino lo tenía.

Además, sentíase fatigado, pues una obra como la que acababa de publicar no se escribe todos los meses. Lamentábase en presencia de Maltrana de sus fatigas y trabajos, con una sinceridad que daba ganas de llorar... Por ahora no tenía otra ocupación que leer las críticas de los periódicos.

¡Excelente compañera!... Fernando, que creía necesario el trato con una mujer, lamentábase de no haber permanecido al lado de Mina desde el primer momento de su amistad.

En otro carruaje infinitamente más elegante y mucho mejor entroncado, lamentábase el notario en presencia de sus dos amigos.

Lamentábase entonces de sufrir dolores tan acerbos con una dentadura tan sana, y guardábase muy bien de añadir que radicaban estos en cierta muela rezagada, única propia, existente allá en los confines de sus encías, como una piedra miliaria en mitad de un desierto.

La Mariposa hablaba de su nieto a todo el barrio, augurando que algún día le verían entre los mandones; el Mosco reconocía en Isidro un talento que se aproximaba al de sus grandes ídolos; el señor Manolo el Federal lamentábase, a sus espaldas, de que un muchacho de tanto mérito no se inscribiese en el censo del partido.

Lamentábase de lo pésimamente que «va España», repetía las noticias de los que venían de la ciudad, abominaba de los malos gobiernos, que tienen la culpa de las malas cosechas, y acababa por decir lo de siempre. Aquellos tiempos, don Juaquín, aquellos tiempos míos eran otros. Usted no los ha conocido; pero también los de usted eran mejores que éstos.

Siempre que pensaba en el porvenir de sus hijas se ponía triste; y sentía como remordimientos de haber dado a su marido una familia que era un problema económico. Cuando hablaba de esto con su cuñada Barbarita, lamentábase de parir hembras como de una responsabilidad.

Lamentábase entonces de su imprudente apatía, y prometiéndose remediarla, confesábase allá en el fondo de su corazón Que propio del cobarde es Llorar la ocasión perdida. No la juzgaba él, sin embargo, pasada del todo, puesto que tenía en su poder las cartas de Garibaldi que explicaban su conducta y garantían su persona.

Era ya un maestro. Cuando apuntaba al monigote dibujado en el muro, lamentábase de que no fuese un hombre, un enemigo odiado al que necesitase exterminar. Esta bala iba al corazón. ¡Pum! Y sonreía satisfecho al ver marcarse el agujero del proyectil en el mismo lugar a que había apuntado.