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Podía, pues, parafrasear y aplicarse el antiguo adagio madrileño: Todo el Tandil lo sabía, ¡Todo el Tandil, menos él! Ahora se comprendía la singular reserva de Coca en la primera visita que él hiciera en casa de Itualde; comprendía por qué no le hablara, por qué parecía huirle... ¡Pobrecita!... Iba a ser ella la mejor pieza de su cacería en el Tandil, ¡ella, la blanca palomita del monte!

Jacinto repuso mansamente: Coca Itualde, la hermana menor de la familia, la más deliciosa criatura del Tandil... ¡Es inútil que usted lo niegue!... ¡Si todo el Tandil lo sabe!

Al recibir Laura los libros, de la estancia, en una artística caja de caoba, Coca no pudo menos de curiosearlos... Y descubrió en la portada del primer tomo, leyéndola en voz alta, la siguiente dedicatoria del obsequiante: «Para mi mejor sino mi único amigo, la señorita Laura Itualde».

Viendo que era el juez de paz quien le hablaba, se apresuró a disculparse y a preguntarle, con voz cortante, casi con fastidio: No veo cómo pueden las malas lenguas decir que yo esté enamorado, señor juez... ¿De quién?... No podría ser sino de alguna de las señoritas de Itualde, puesto que ellas son las únicas personas que le interesan a usted en Tandil...

El mismo don Mariano, presumiendo toda la culpa de su indiscreción, dejó de ir unos días a la casa de Itualde... Cuando fue, después de enviar cómo heraldo un gran canasto de la más hermosa fruta de su estancia, encontró a sus amigos como de costumbre... Sólo Coca le hizo sus recriminaciones. ¿De quién sino de él podía haber partido la mentirosa noticia?

El «capitán P.» no podía ser sino el capitán Pérez... Y todo el Tandil se conmovió con la noticia. ¿Sería verdad?... ¿Qué harían ahora los Itualde?... Pero nadie se conmovió más que Jacinto Luque, el joven poeta barbilampiño y melenudo, redactor de El Correo de las Niñas. Con su viva inteligencia y su conocimiento del periodismo local pronto sospechó que se trataba de una insidia de Esperoni.

Hacíase esta rectificación a pedido de su hermano, el distinguido caballero don Adolfo Itualde, gerente de la sucursal del Banco de la NaciónNadie creyó el desmentido. El capitán Pérez siguió siendo, para todo el Tandil, el pretendiente predilecto de Coca, su novio o su futuro novio...

Vázquez repuso, con enternecida gratitud: Es esto muy amable de su parte, Laura... Espero que cumpla su promesa... ¡Y crea que será para un gran placer recibir en mi casa a mis queridos amigos Adolfo y Laura Itualde!

En consecuencia, su sangre tuvo vigor bastante para cicatrizar las incipientes llagas de sus pulmones, y se sintió fortalecido y casi curado. En aquella monótona existencia campestre de la familia de Itualde, también corría el tiempo. Y Laura cumplió los treinta años, Coca los veinte. Como la sociedad mejor del Tandil era rústica y cuentista, la habían evitado en su vida discreta y retirada.

Y Adolfo «se apersonó» a Publio Esperoni, pidiendo «rectificara» la noticia. Recibiole Publio cortésmente y se lo prometió. Mas su rectificación no fue un verdadero desmentido. Como La Mañana se pretendía infalible, limitose a decir que «la noticia anunciada del próximo enlace de la señorita Rosa Itualde y el capitán Pérez era todavía prematura.