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Actualizado: 29 de junio de 2025


Cuando don Alonso, ahitado de la corte y viendo venir la ancianidad, determinó refugiarse en su propia mansión, contando repartir los años que le restaban entre el amor de su hija y el goce tranquilo de los tesoros de curiosidad y de arte, aglomerados en las señoriles estancias, nuevos infortunios, cada vez más inesperados y violentos, vinieron a buscarle allí mismo y a poner en peligro su honra, su libertad, su linaje y hasta su último resto de dicha en la tierra.

Todo menos volver al país de origen, tierra de lágrimas que le hacía recordar las noches frías junto al fuego mortecino, con el hijo en los brazos, esperando hasta altas horas el paso titubeante del maestro y sus balbuceos de beodo; los embargos afrentosos; las groserías de los acreedores; las tristes reflexiones ante una mesa que a veces se cubría de abundantes alimentos con los inesperados altibajos de la existencia bohemia y se manchaba con la espuma del champán, pero en la que casi siempre el pan y las patatas eran lo único valioso.

Volvió en breve, e instalándose ante la copa mostró querer reanudar la conversación política, a la cual profesaba desmedida afición, prefiriendo, en su interior, que le contradijesen, pues entonces se encendía y exaltaba, encontrando inesperados argumentos.

Entre los remolinos de aquella muchedumbre y los mil cambiantes de luces de todos colores y reflejos, que asemejaban el bulevar al fantástico escenario de un baile de hadas, Jacobo sólo veía un pensamiento, un plan cuyas primeras líneas se le torcían a cada instante, empujadas por ideas opuestas, por inconvenientes inesperados, por temores fundadísimos que le hacían titubear, gimiendo de dolor como un niño caprichoso a quien quitan de las manos una golosina, rugiendo de rabia como un león encadenado a quien arrancan de las garras su presa; que esto era para él la idea de devolver aquellos documentos, de no quedarse con ellos utilizándolos en provecho propio, y siendo actor principalísimo en vez de mero instrumento... Mas ¿cómo responder entonces a la reclamación del terrible propietario? ¿Cómo evitar la sospecha de aquel robo, hecha a un ladrón sin duda, pero al fin y al cabo robo? ¿Cómo prevenir la venganza terrible e inevitable que había de seguirse al descubrimiento?...

Nuestros puertos del extremo Norte, Dunkerque, Boulogne, Dieppe, azotados por los vientos y corrientes de la Mancha, son también una fábrica de hombres que los hace y rehace. Aquel gran soplo y aquel gran mar, en su eterno combate, basta para resucitar á los muertos: y en efecto, allí se operan renacimientos inesperados. El que no tiene lesión grave se recobra en un instante.

Y junto con esto, inesperados arranques de generosidad: socorros a manos llenas a las familias de sus marineros. En un arrebato de cólera era capaz de matar a uno de los suyos; pero si alguien caía al agua, se arrojaba para salvarle, sin miedo al mar ni a sus voraces bestias.

En estas zonas era donde él había visto sorpresas, inesperados florecimientos, una especie de otoñada de atractivos musculares con que no hubiera soñado el más optimista. ¿Cómo era aquello?

Seamos pues pacientes, sufridos, tenaces en la esperanza, benévolos con nuestro tiempo y con la sociedad en que vivimos, persuadidos de que uno y otra no son tan malos como vulgarmente se cree y se dice, y de que no mejorarán por virtud de nuestras declamaciones, sino por inesperados impulsos que nazcan de su propio seno.

Adviértase, no obstante, que tales cambios inesperados de carácter en personajes, trazados por lo demás con nimio esmero y atención, son tan comunes en las comedias, romances y novelas españolas, que es preciso atribuirlo á la índole especial del pueblo, que sirve de tipo á estos retratos.

Palabra del Dia

rigoleto

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