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Actualizado: 4 de julio de 2025
No se oían más que gemidos y lamentos, y por encima de ellos la voz horripilante del alcalde, repitiendo sin cesar: ¡A la cárcel...ajo! ¡A la cárcel...ajo!
Y moviendo su herramienta de un lado á otro, buscaba sitio para herir, evitando las manos flacas y desesperadas que se le ponían delante. ¡Pero Barret! ¡hijo mío! ¿qué es esto?... ¡Baja esa arma... no juegues.... Tú eres un hombre honrado... piensa en tus hijas. Te repito que ha sido una broma. Ven mañana y te daré las lla.... ¡Aaay!... Fué un rugido horripilante, un grito de bestia herida.
Sus ojos negros son poemas dramáticos, y su corazón, un espejo sin azogar. El drama lúgubre y horripilante no se hizo para aquel gran vergel, en donde pasan las mujeres la vida recostadas en sus hamacas, meciéndose entre flores, aireadas por sus esclavas con abanicos de plumas. ¿Sabes dijo la condesa que la voz pública anunció que te ibas a casar?
El fuego de aquel lugar de maldición era tan intenso, «que una sola centella reducía á polvo una piedra de molino; si caía sobre un globo de bronce lo derretía al punto, como si fuese de cera, y si en un lago reducido á hielo, lo hacía hervir en un instante.» Los condenados sentían este fuego en el cerebro, los dientes, lengua, garganta, hígado, pulmón, entrañas, vientre, corazón, venas, nervios, huesos, médula de éstos, sangre y hasta en las potencias del alma», y después de la horripilante enumeración, San Ignacio preguntaba al alma del pecador con quién deseaba irse, si con Dios ó con el Demonio. ¡Ah, mísero Luzbel; ridículo pazguato que ofrecía con torpe malicia las cortas felicidades de la tierra á cambio de una eternidad de tan horrible fuego!
Sólo cuando se abría la puerta entraba un eco lejano y horripilante de risas y gritos que no eran como los gritos y risas del mundo. ¡Y cuántos y cuán bonitos libros encerraba el armario de caoba, sobre el cual gallardeaba un busto de yeso!
Sus alas eran á modo de cartílagos erizados de púas. Sobre el lomo del horripilante aeroplano, cuatro hombrecitos iguales á los que se movían en la pradera asomaban sus cabezas cubiertas con un casquete dorado, al que servía de remate una pluma larguísima.
Palabra del Dia
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