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El profeta filósofo, sustentador de las teorías que aquí se ponen en resumen, se hizo pronto uno de los más asiduos tertulianos de la señora de Figueredo. Apenas tendría él treinta y cinco años. A pesar de su odio a España, tenía más apariencias de español que de indio. Parecía un andaluz moreno, esbelto y gracioso, con un no qué de extraño que le diferenciaba y distinguía.

Usurpar para el fruto de mis entrañas la hacienda que no le pertenecía y además un nombre cualquiera. ¿Quién sabe si un nombre ilustre y glorioso, si un título histórico me hubieran seducido y me hubieran hecho faltar? ¿Pero cómo había de seducirme que lo que iba a nacer se apellidase Figueredo a secas, a pesar de la supuesta descendencia de Güesto Ansures de que yo misma me había burlado?

Lutgardo de la Torre Izquierdo. Primer Teniente. Eugenio Dubois y Castillo. Primer Teniente. Enrique Machado Nadal. Primer Teniente. Arsenio Ortiz Cabrera. Primer Teniente. Amado de Céspedes Figueredo. Capitán. Aniceto de Castro y Carabeo. Primer Teniente. Augusto Díaz Brito. Primer Teniente. Eduardo Clara y Padró. Teniente. Carlos Fuentes y Machado. Teniente. Luis Febles y Alfonso.

No bien la Sra. de Pinto presentó o mejor diremos representó al Vizconde a la Sra. de Figueredo, ésta le recibió con efusión vivísima y con la alegría franca y cordial de quien vuelve a ver, después de cerca de veinte años de ausencia, a un bueno y cariñoso amigo.

Puso pues, en prensa su claro y apremiante entendimiento para insinuar el concepto y el apetito de la limpieza en la mente obscura y en la aletargada voluntad del Sr. de Figueredo.

El Sr. de Figueredo estaba en borrador, y Rafaela se propuso y consiguió ponerle en limpio, realizando en él una transfiguración de las más milagrosas. Ella misma sabía por experiencia lo que era y valía transfigurarse. No recordaba de dónde había salido ni cómo había crecido.

Aunque tan otra de la que me fui, ansiaba ver a los antiguos amigos, y singularmente al que me proporcionó recursos para ir al Brasil y me dio las cartas de recomendación para Figueredo, que causaron el cambio de mi fortuna. Los más de estos antiguos amigos se me mostraron muy amables. Con algunos estuve yo amabilísima.

Rafaela le encontraba muy fino, y lo que es el señor de Figueredo aún ponderaba más su finura. Con lo único que Rafaela no podía transigir era con el fanatismo anti-europeo y sobre todo anti-español de sus doctrinas históricas. Rafaela se empeñó, pues, en convertir a Pedro Lobo, haciendo de él una persona razonable.

Las burlas y los chistes con que Rafaela se vengaba de la silba, hacían mucha gracia al señor de Figueredo, quien se consideraba también vejado, lastimado, silbado y rechazado por la sociedad elegante de Río.

La afición decidida a las españolitas era entonces el más pronunciado síntoma y el más elocuente indicio de la posible unión ibérica. El Vizconde, al empezar su narración, sostenía sin rodeos ni disimulos que ocho años antes del momento en que hablaba, había conocido a la Sra. de Figueredo, soltera aún y figurando y descollando entre las españolitas de Lisboa.