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Actualizado: 30 de abril de 2025
Quedose en medio del zaguán la insigne Tribuna, sola, rezagada, vencida, llena de cólera ante tan vergonzosa dispersión de sus ejércitos. Para mostrar que ella no temía ni se fugaba, fue saliendo a pasos lentos y llegó al patio en ocasión que la guardia, aprovechándose de la ventaja fácilmente adquirida, expulsaba a las últimas revolucionarias, sin mostrar gran enojo.
Había renunciado al bridge en la noche anterior por falta de compañeros, refugiándose en el poker forzosamente, y cuando después de perder cien marcos empezaba a recobrar su dinero, la invasión de una tropa de locos le expulsaba del café como a las demás «personas serias». Y usted, señor Maltrana, no es un niño, y debía dejar para los muchachos estas hazañas impropias de su edad.
Mamá dice que hay que hacer algo, para no estar en sociedad parada como una tonta. Ya canté el otro día en una reunión de «las magistradas».... Ahora me oirá usted. Mientras tanto, doña Manuela expulsaba del comedor a Juanito. Aquel chico no desmentía su sangre; era ordinario, y su mayor placer consistía en charlar con las criadas. Juanito, hijo mío, deja a Visanteta que ponga la mesa.
Tampoco Julián olvidará el día en que ocurrieron acontecimientos tan extraordinarios; día dramático entre todos los de su existencia, en que le sucedió lo que no pudo imaginar jamás: verse acusado, por un marido, de inteligencias culpables con su mujer, por un marido que se quejaba de ultrajes mortales, que le amenazaba, que le expulsaba de su casa ignominiosamente y para siempre; y ver a la infeliz señorita, a la verdaderamente ofendida esposa, impotente para desmentir la ridícula y horrenda calumnia. ¿Y qué sería si hubiesen realizado su plan de fuga al día siguiente? ¡Entonces sí que tendrían que bajar la cabeza, darse por convictos!... ¡Y decir que cinco minutos antes no se les prevenía siquiera la posibilidad de que don Pedro y el mundo lo interpretasen así!
Ser bueno para sí es lo propio del débil; en ser justo para los demás están la sabiduría y la grandeza. Cuando estaba resuelto a sepultarse para siempre en la soledad y el olvido de su pueblo, unos cuantos miserables que la sociedad expulsaba de su seno, amputados como miembros podridos, le dieron a entender que si la fe puede morir, el amor a la humanidad es inmortal.
Doña Blanca, puesta de pie otra vez, con ademán imperioso, señalando la puerta con la mano, expulsaba al Comendador. ¿Qué había de hacer, qué había de contestar éste? Doña Blanca pareció frenética á los ojos del Comendador, lleno de piedad y casi de susto. Temió ser cruel y mal caballero si respondía. Guardó silencio.
Aquellos tiempos fueron terribles; la miseria le expulsaba de todas partes; para poder comer, unas veces daba lecciones de griego y de latín, otras escribía biografías en La Europa Artista, ó pasaba las tardes pescando á orillas del Sena...
Palabra del Dia
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