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Actualizado: 20 de octubre de 2025


Entretanto, Salvador, que esperaba a don Rodrigo a la salida del pueblo, escuchaba con desesperación las terminantes explicaciones del caballero, que, un poco impertinente y sagaz, comentariaba su visita insinuando: Acaso usted juzga con animosidad a la señora..., acaso siente usted por la señorita un interés excesivo....

En una u otra forma adorará eternamente la locura o la charlatanería. Los que como yo aborrecen lo excesivo no alcanzarán jamás sus favores. ¿Qué importa? Aunque me agrada el aplauso público, mi espíritu no vive de él. La gloria se encuentra entre las cosas que Séneca considera preferibles, no entre las necesarias.

Todo fué inútil. Su pasión crecía á cada instante. Como fuego poderoso iba devorando rápidamente sus facultades y sentidos, dejándole reducido al papel de un autómata. Esto le perdió. Su excesivo rendimiento, las manifestaciones, cada vez más vivas y públicas, de su amor, engendraron al cabo un poco de hastío en el alma de la hija del guarda.

Y, sin embargo, un excesivo celo por la religión, un celo imprudente y ciego, pudo nublar con hechos indignos de su grandeza la gloria de los Reyes Católicos, del emperador don Carlos, de su hijo don Felipe; pero no la mancilló la codicia mortal, la sed infame del dinero; los moriscos fueron perseguidos, ¡pero no fueron robados! ¡Robados!

Los admiradores sonreían ante esta debilidad, pero muchas veces tenían que volver la cara, como mareados por el excesivo olor del diestro. Toda una perfumería le acompañaba en sus viajes, y las esencias más femeniles ungían su cuerpo al descender a la arena, entre caballos muertos, tripajes sueltos y boñigas revueltas con sangre.

Empero, á medida que disminuyen sus hombres y sus recursos, más severo y duro en las fatigas se muestra, queriendo dice, hacerse respetar mejor. Castigo excesivo, salvaje.

Los ojos se contraían, fatigados por el excesivo resplandor del cielo y del Océano, que parecía abrasar la retina. Mina y Fernando, para evitarse la molesta refracción, apartaban sus ojos del horizonte, mirando debajo de ellos mientras hablaban.

Y dice Miguel Viondi que Martí habló de tal manera, de patria y libertad, que el General Blanco se retiró de la fiesta diciendo al señor Azcárate: «quiero no recordar lo que yo he oído y que no concebí nunca se dijera delante de , representante del Gobierno Español: voy a pensar que Martí es un loco...». Y añadió: «pero un loco peligroso». A pesar del trabajo excesivo y de su dedicación a la literatura, Martí no dejó un día de conspirar desde que llegó a La Habana.

Salimos de México en la noche de un diez de agosto, y llegamos en la madrugada a la histórica ciudad de la Puebla de los Angeles. Todo el día siguiente lo pasamos a bordo del ferrocarril, viaje molesto por el excesivo calor que se dejaba sentir y que nos quitó toda gana de admirar el trayecto, rico y variado en cultivos y panorama.

La vieja, como viuda de comerciante de provincia, a quien había ayudado a labrar su capital, era más amante aún del orden y la economía, mejor dicho, era todavía más tacaña que él. Por esto no había podido vivir jamás con su hijo: su excesivo gasto, y sobre todo el despilfarro, los caprichos escandalosos de Clementina, la irritaban, la amargaban todos los instantes de la existencia.

Palabra del Dia

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