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Estas dificultades, hasta entonces no sospechadas, surgían de pronto, como surgen los escollos al rasgarse la bruma cerca de una costa. Un ambiente de duda, de timidez y mutismo se extendía por el buque según éste iba avanzando. Los emigrantes de popa, esquilados, rapados y vestidos de limpio, permanecían silenciosos, con visible indecisión.

Sonó en el mar el ruido de un chapuzón, y una luz balanceante comenzó a apartarse del buque. Era Tritón que se marchaba. Un berrido a proa y a popa de los emigrantes, que sólo de lejos participaban de la fiesta, saludó la fingida retirada del personaje submarino. «¡Adiós, borracho! ¡Expresiones a Neptuno!...» La boya, con su farol, salió del espacio iluminado por las bengalas.

Lo decía sonriendo, pero a través de su incredulidad adivinábase cierto respeto por la ciudad lejana y misteriosa, urbe de maravillas y tesoros de la que hablaban continuamente los emigrantes. El marido movió la cabeza con autoridad, y sus ojos parecían decirle: «Mujer, que estás cansando al señor... Vosotras no entendéis nada de nada».

Su presencia era casi instantánea y se ensanchaba como una gota de agua en un papel secante, cubriendo las riberas con su dilatación, extendiendo sus irradiaciones lo mismo que si las casas corriesen, queriendo ocupar cuanto antes los terrenos vecinos. Los emigrantes callaban, con los ojos dilatados por la curiosidad.

Un grupo de parroquianos fieles ocupaba por derecho propio las cercanías del mostrador. Unos eran emigrantes de Europa que habían rodado por las tres Américas, desde el Canadá á la Tierra del Fuego.

Los emigrantes estaban ocultos en los sollados. De vez en cuando, un marinero con impermeable amarillo y casco encerado atravesaba el combés por alguna necesidad del servicio, recibiendo impasible las fuertes salpicaduras del Océano, hundiendo sus botas altas en el río salado que cada ola hacía rodar de una banda a otra del buque.

Hablando con Isidro por vez primera, le había hecho el elogio de su ciudad. Cuando Buenos Aires no era más que Buenos Aires a secas, una aldea mísera, nosotros éramos el reino del Tucumán. Los porteños, ahora tan orgullosos, datan de ayer, son en su mayor parte hijos de gringos emigrantes. Nosotros somos nobles. Usted, que es español, conocerá sin duda nuestro apellido: Vargas del Solar.

Su profesión de espía perpetuo, es quizá lo que le hace tan callado y taciturno. Sin embargo, mientras el carretón lleno de escopetas y de cestas camina delante de nosotros, el Rondador nos entera de la caza, refiriéndonos el número de bandadas de paso y los cuarteles en que las aves emigrantes se han posado. Charlando nos internamos en la comarca.

De todos modos, el camino de Sandy-Bar, campamento que en razón de no haber experimentado aún la regeneradora influencia de Poker-Flat, parecía ofrecer algún aliciente a los emigrantes, atravesaba una escarpada cadena de montañas, y ofrecía a los viajeros una jornada bastante regular.

Al desaparecer todos por la escalera del sollado, el de la comisaría habló a Ojeda en voz baja. Una hora después, cuando los emigrantes estuviesen encerrados, vendría el carpintero para meter el cadáver en el cajón. No había que esperar, como otras veces, las horas reglamentarias. Cuanto más pronto saliesen de esto, sería mejor.