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Actualizado: 25 de junio de 2025
Para cambiar la pesada alimentación usual de los pueblos mineros, deseaba yo comer huevos frescos, y sabiendo que los paisanos de De-Hinchú eran celebrados por sus criaderos de aves de corral, me dirigí a él con tal fin.
Además, por descuido de su padre, se asoció, tal vez demasiado, con niños americanos. »Era mi intención contestar antes por correo a su carta; pero he pensado que el mismo De-Hinchú podía ser el portador de la misiva. »Su amigo y respetuoso servidor, Hop-Sing.» En tales términos contestó Hop-Sing a mi carta. Pero, ¿dónde estaba el portador? ¿Por qué arte misterioso fue entregada?
El estrepitoso aplauso que siguió a este descubrimiento debieron dejar satisfecho a De-Hinchú, aun cuando era reducido su auditorio; por lo menos, fue bastante ruidoso para despertar a la criatura, un bonito niño de cosa de un año de edad, que parecía una estatuita de Cupido. Fue arrebatado casi tan misteriosamente como había aparecido.
Uno de nuestros habituales repartidores cayó enfermo, y en el apuro se mandó a De-Hinchú que desempeñase interinamente sus funciones. Con objeto de evitar equivocaciones, la noche anterior le enseñaron la ruta, y al amanecer le entregaron el número ordinario de ejemplares para repartir.
Cuando volví a San Francisco, después de colaborar durante dos años en La Estrella del Norte, hubiese podido dar por terminada mi misión, llevándolo conmigo a De-Hinchú, si no lo hubiese impedido el profundo cariño que le profesaba.
Después, en una temporada de grandes irregularidades en los correos, De-Hinchú me había oído deplorar los retardos en la entrega de mi correspondencia. Un día, al llegar a mi despacho, me sorprendí de encontrar la mesa cubierta de cartas, acabadas de llegar por el correo, pero desgraciadamente ninguna de ellas llevaba mi dirección.
Después que nos hubo hecho sentar, dijo ceremoniosamente: He invitado a ustedes a presenciar un espectáculo que puedo asegurarles que jamás extranjero alguno habrá visto, fuera de ustedes. El prestidigitador de la corte, De-Hinchú, llegó ayer mañana. Nunca ha dado función fuera del palacio; sin embargo, le he pedido que divirtiera a mis amigos esta noche y ha accedido gustoso.
No repuesto aún de la sorpresa, De-Hinchú reapareció, sonriéndose, miró la carta, luego me miró a mí, y exclamó: Así, hombre. Y no añadió una palabra más. Este fue su primer acto oficial. La hazaña que voy a relatar, siento tener que decirlo, no tuvo un éxito igualmente placentero.
De-Hinchú que estaba presente durante nuestro coloquio, conservó el grave y característico silencio de costumbre. Pero cuando mi vecino se hubo marchado, se volvió hacia mí, con una ligera risa, diciendo: Gallinas de Flostel, gallinas de De-Hinchú, todo es igual.
Usted saber, ¿cómo está, John? Sí. Usted saber, ¿tanto tiempo John? Sí. ¡Bueno, pues; Chylee! ¡es lo mismo! Lo comprendí claramente. De-Hinchú deseaba acostarse y se valía de aquella palabra para dar las buenas noches.
Palabra del Dia
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