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Cornias, según Leto le había pintado en la mesa, pero con pantalón blanco y camisa con lunares, si no nueva, recién estirada, aguantaba el balandro atracado a la zanca de la escalera, con las uñas hincadas en los tablones.

Creo que se nos desmaya, Cornias... Era de esperar... El horror, el frío... ¡Desgraciada de ella... desgraciado de ... desgraciados de todos, si esto ocurre antes de llegar a recogernos! Ya no podía más... me faltaban palabras para alentarla; fuerzas para sostenerla... y para sostenerme yo mismo. ¡Qué situación, Cornias! ¡Qué cuarto de hora tan espantoso!

Al llegar al muelle los cinco comensales de Peleches, Cornias quiso atracar el balandro, que estaba separado cosa de dos o tres brazas, a la escalera de embarque, bien corta entonces porque la marea estaba muy alta; pero Leto le hizo señas para que no le moviera de allí. Tenía el balandro la bandera con corona real, en el pico, y un grimpolón azul con una F blanca en el tope.

Porque... porque no: porque para ahogarse usted era preciso que antes me hubiera ahogado yo, y después el yacht con Cornias adentro, y después los peces de la mar, y la mar misma en sus propias entrañas, ¡y hasta el universo entero!... porque hay cosas que no pueden suceder ni concebirse, y por eso no suceden... Y ¡por el amor de Dios! esparza usted ahora esos tristes pensamientos, como yo esparzo los míos... que son bien tristes también, y muy mortificantes y muy negros, y conságrese sin perder minuto a hacer lo que la tengo recomendado; porque no da espera.

Pero Cornias, que tenía el entusiasmo de todo ello en conjunto, pensó acertar mejor ostentándolo de una vez en hora tan señalada. Error del pobre muchacho. El corcel de buena sangre, para lucir su gallardía, o en pelo y en libertad, o bien arrendado por su jinete.

Pronto cayó Cornias en esta cuenta; y para salir del paso honradamente, despilfarrose un poco más, barajando de mala gana, a media voz y de medio lado, sin desatender su faena «una virada en redondo», «mucha trapisonda», «garranchos como arena» y «los rociones hasta la cara». Replicáronle que cómo pudieron empaparse los demás y quedar él tan enjuto como estaba a lo cual, y viéndose cogido por el medio, respondió que no había más, y que bastante era para lo poco que les había costado y lo menos que les importaba.