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Gonzalo se había ido a la sala de billar y veía jugar el chapó a media docena de indianos, los cuales al dar el tacazo, hacían sonar como un repique de campanas todos los dijes de oro que pendían de sus enormes cadenas de reloj.

Cerca de la mesa de billar, tomando café arrimados a un velador, el fiscal y dos amigos; y jugando chapó, con el estrépito de siempre, el Ayudante de Marina y Leto Pérez el farmacéutico: el primero sin corbata y con el cuello y el chaleco desabotonados; el segundo lo mismo, y además en mangas de camisa; licencias muy justificadas en aquella ocasión, porque tal era el calor que hacía, que «se asaban los pájaros», al decir del hijo del boticario sin apartarse mucho de lo cierto.

Y vamos corriendo a casa del muy ilustre señor deán de la catedral basílica, donde nos espera este señor en compañía del maestrescuela y del cura de San Rafael para ventilar el tresillo cotidiano. Cuando el chapó se prolongaba algo más de lo acostumbrado, solía venir un monaguillo al Círculo para avisarle de que sus compañeros estaban reunidos.

No bastaba que adoptase continente grave y mantuviese con él pláticas largas acerca de la alza o baja de las acciones del Banco, ni que le loase la casa por encima de todas las fábricas modernas y le diese útiles consejos en el juego del chapó. De todos modos el gracioso de Lancia observaba allá, en el fondo de sus ojazos encarnizados de jabalí, una nube de recelo que no podía disipar.

A las dos a comer. A las tres al Círculo Mercantil a comenzar con tres de los indianos, que formaban el núcleo de aquella sociedad de recreo, el clásico chapó, que se prolongaba ordinariamente hasta las cinco.