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No lejos de donde estaba Ido había un rescoldo dentro de enorme braserón, y encima una parrilla casi tan grande como la reja de una ventana. Allí se asaban las chuletas de ternera, que con la chamusquina en tan viva lumbre, despedían un olor apetitoso. «Chuletas» dijo D. José, y a punto vio entrar a un amigo, el cual le había visto a él y por eso sin duda entraba.

Islas del Pacífico en las que hace cincuenta años los naturales asaban todavía para su consumo la carne humana, habían realizado en tan corto lapso de tiempo una evolución de siglos y hasta ensayaban el régimen socialista. Un país desierto lo transformaban en un lustro. Hacían surgir ciudades con paseos, estatuas y tranvías eléctricos, sobre una tierra habitada poco antes por avestruces.

Cerca de la mesa de billar, tomando café arrimados a un velador, el fiscal y dos amigos; y jugando chapó, con el estrépito de siempre, el Ayudante de Marina y Leto Pérez el farmacéutico: el primero sin corbata y con el cuello y el chaleco desabotonados; el segundo lo mismo, y además en mangas de camisa; licencias muy justificadas en aquella ocasión, porque tal era el calor que hacía, que «se asaban los pájaros», al decir del hijo del boticario sin apartarse mucho de lo cierto.

De esta suerte, poco venturosa y triunfante para don Paco, se pasaron algunos días y llegaron los últimos del mes de julio. Hacía un calor insufrible. Durante el día los pajaritos se asaban en el aire cuando no hallaban sombra en que guarecerse. Durante la noche refrescaba bastante.