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Pendenciero, jugador y amante de dar guerra a las mujeres, era más que difícil hacerlo sentar la cabeza; y el virrey, que le profesaba paternal afecto, se propuso en Lima casarlo de su mano, por ver si resultaba verdad aquello de estado muda costumbres. Evangelina Zamora, amén de su juventud y belleza, tenía prendas que la hacían el partido más codiciable de la ciudad de los Reyes.

Con una palabrita, con un simple «habría podido poner término a todos sus tormentos, habría podido vivir hasta el fin de sus días en la abundancia y en la alegría; y que no quisiera pronunciarlo, por una obstinación estúpida e inconcebible, que todas sus diligencias para casarlo quedaran infructuosas, era lo que su madre no podía perdonarle. Dos años transcurrieron así.

De una tiene tiempo un hijo, nombrado Federico, á quien ama tiernamente, y á quien espera dejarle sus estados, proyectando casarlo con su sobrina.

Hay que saber que á ésta le parecía aquel noviazgo cosa ridícula como á todo el mundo, porque aparte la espantable fealdad de Maripepa, su hijo contaba quince años menos; pero tal idea tenía de su juicio y de su gusto que todo era de temer, y vivía sobresaltada desde que á Regalado se le había metido en el magín casarlo con la coja.

La humillación de ver al último varón de su raza reducido a estado relativamente precario por tan largo espacio de tiempo, era para ella prueba penosísima, pero la sola idea de verse obligada a vender su casa de la calle Varennes o sus bosques de los Genets, presentábase a su imaginación cual rasgo de rematada locura, y, en su afán de conciliar sentimientos tan contradictorios, dio en la idea de mejorar la suerte del marqués por el único expediente posible, que era casarlo con una rica heredera.

A más de eso, el señor de Lerne, después de haber cavilado dos o tres días, acabó por decirse que él debía una visita a la señora de Maurescamp. ¿Por qué quería ella casarlo? ¿Qué misterio era aquél? En todo caso, era una muestra de interés por su persona que lo obligaba a una demostración de agradecimiento. Por consiguiente, fue una tarde a su casa al azar, a eso de las cinco.

La señora de Bray se había impuesto la tarea de casarlo: quimérica empresa, pues nada era más difícil que llevarle a discutir razonablemente sobre tales ideas. Su respuesta ordinaria era que ya había pasado la edad en que uno se casa por inclinación, y que el matrimonio, como todos los actos capitales y peligrosos de la vida, reclama un gran impulso de entusiasmo.

D. Juan, que se halla mientras tanto en casa de Dorotea, la reconviene vivamente por sus infidelidades; contéstale ella con frialdad, porque sabe que su futuro suegro se opone á su casamiento á causa de los escasos bienes de fortuna que ella posee, é intenta casarlo con otra. Óyese entonces en la calle alegre música: es una serenata, que le da el príncipe D. Enrique.