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Dos capones de Bayona y una docena de botellas de vino de mi propia cosecha le regalé el 4 de Octubre, día de su santo, y aún no me pareció esta fineza proporcionada al servicio que me había hecho. Prosigo ahora con Doña Cándida. ¡Oh, qué mujer!, ¡qué jarabe de pico el suyo! Era frecuente oírle esta frase: «Me voy, me voy, que ha de venir a verme mi administrador, y no quiero hacerle esperar.

¿Quién te ha dicho, infame exclamó todo irritado el cocinero que á un capón relleno se le dejan el pescuezo y las patas? ¿No te he dicho cien veces que estos capones se rellenan entre cuero y carne, que no se les echa en el relleno carne cruda, sino cocida, y que cuando se les pone á cocerse les echan yemas de huevo picadas?

Liebres, conejos, perdices, arceas, salmones, truchas, capones, gallinas, acudían mal de su grado a la cocina del Marqués, como convocados a nueva Arca de Noé, en trance de diluvio universal. A todas horas, de día y de noche, en alguna parte de la provincia se estaban preparando las provisiones de la mesa de Vegallana; podía asegurarse.

Ganaba este por todos, porque si el que venía a curarse no traía bulto debajo de la capa, no sonaba dinero en faldriquera, o no piaban algunos capones, no había lugar. Tenía asolado medio reino. Hacía creer cuanto quería, porque no ha nacido tal artífice en el mentir; tanto, que aun por descuido no decía verdad.

Son dichos de acaloramiento.... Un sacerdote es hombre como todos y puede enfadarse en una disputa y echar venablos por la boca. Ya lo creo; y por lo mismo que es hombre como todos puede tener intereses bastardos, puede querer vivir holgazanamente explotando la tontería del prójimo, puede darse buena vida con los capones y cabritos de los feligreses.... No me negará usted esto.

Solíamos contar a don Alonso cómo al sentarse a la mesa nos decía males de la gula, no habiéndola él conocido en su vida; y reíase mucho cuando le contábamos que en el mandamiento de No matarás metía perdices y capones y todas las cosas que no quería darnos, y, por el consiguiente, la hambre, pues parecía que tenía por pecado no sólo el matarla sino el herirla, según regateaba el comer.

Sucediéranse, plato tras plato, los cebados capones, manidos y con amarilla grasa; el pavo relleno; el jamón en dulce con costra de azúcar tostado; las natillas, con arabescos de canela, y la tarta, el indispensable ramillete de los días de días, con sus cimientos de almendra, sus torres de piñonate, sus cresterías de caramelo y su angelote de almidón ejecutando una pirueta con las alas tendidas.

La vaca ha ido a dar al cebadal que crecía tan hermoso y lo arrasa todo y yo no puedo darle alcance; los capones andan por los tejados y los conejos en la huerta. ¡En la huerta! exclamó mi tía que se levantó lanzándome una colérica mirada, porque la tal huerta era un sitio sagrado para ella y el objeto de sus únicos amores.