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Risas. «¡Qué feliz soy, pero qué feliz soy hoy, Dios mío! exclamó la joven, con semblante y ojos iluminados . No me cambiaría por todos los ángeles y serafines que están brincando delante de su Divina Majestad en el Cielo; no me cambiaría, no me cambiaría». Ni yo... hace tiempo que yo necesitaba una alegría. Estaba triste, y decía: «A me falta algo; ¿pero qué es lo que me falta a ?».

Ese señor está perdío por usted: debe de ser..., no se enfade usted..., vamos, ¡un gatera más listo!; pero esta vez..., ya no sabe el hombre lo que se pesca. De fijo que a estas horas anda por esas calles brincando como una cabra en busca de sus tíos de usted. ¿No era eso lo que hacía falta? Cabal.

Un poco más allá vio la columnata del vetusto cenador derruido, atravesó el puente brincando sobre los agujeros que habían dejado las piedras desprendidas y se sentó entre la maleza de los espinos y acacias que lo envolvían. Se acordó del último banquete que allí se había celebrado. ¡Qué feliz, qué inocente era entonces! ¡Cuán poco podía presumir lo que le aguardaba!

El mundo desapareció en medio de aquella oscuridad; nada existía en las tinieblas que le envolvían, ni siquiera su pensamiento. Sólo quedaba una voz estridente, fatal y un gran dolor, un dolor eterno. ¡Vete! ¡Vete! Tropezando con los muebles, brincando como si escapase de una catástrofe, salió de aquella estancia. Se encontró en la escalera agarrado fuertemente al pasamanos para no caer.

¡Ah, mala centella que lo mate! exclamó brincando más que corriendo al través de las mesas, saliendo disparado como un cohete. Pero, ¿dónde estaba ya Sinforoso? Después de correr buen trecho por la calle sin saber a dónde iba, el ayudante se vió precisado a dar la vuelta y entrar de nuevo en el café con el despecho y la ira pintados en el rostro.

Diciendo lo cual, cogió de la red manta, saco y lío de paraguas; pero Lucía con su juvenil vigor y sus hábitos de hija del pueblo arrebatole de la mano lo más pesado, el saco, y brincando, ligera como un ave, al suelo, dio a correr hacia la fonda.

No te apures por eso, chica; es que está creciendo aún... debes alegrarte. Siguió la conversación todavía un buen rato. Miguel prometió traer al día siguiente sus maletas. Julia, brincando de alegría, le enseñó el gabinete donde iba a dormir en tanto que no se buscase una casa más capaz, como acababa de convenirse entre ellos.

Y sin ponerse a temblar, ni preguntar más, metió el hacha en su gran saco de cuero, y bajó el monte, brincando y cantando. ¿Qué vio allá arriba el que todo lo quiere saber? preguntó Pablo, sacando el labio de abajo, y mirando a Meñique como una torre a un alfiler. Pues el hacha que oíamos le contestó Meñique.

Además, revolvía la cómoda de Julián, deshacía la cama brincando encima, y un día llegó al extremo de prender fuego a las botas de su profesor, llenándolas de fósforos encendidos. Bien aguantaría Julián estas diabluras con la esperanza de sacar algo en limpio de semejante hereje; pero se complicaron con otra cosa bastante más desagradable: las idas y venidas frecuentes de Sabel por su habitación.