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El redentor sintió frío en el corazón. ¡Fortunata canonizada! Esta idea, por lo muy absurda que era, le atormentó toda la mañana. «Francamente dijo al fin, después de muchas meditaciones , tanto como canonizar, no; pero bien podría darle por el misticismo y no querer salir, y quedarme yo in albis». Vamos, que semejante idea le aterraba!

La imagen misma era ya una caricia, y se le acercaba, dulcemente; sentía en la cara el calor de su cara, la misteriosa blancura de un seno pequeño emergía, en la sombra... Y Muñoz se aterraba, tenía la sensación de cometer en su pensamiento una profanación.

En todos los rostros creía ver sonrisas y miradas significativas; en las palabras más inocentes, profundas y aviesas insinuaciones. Mientras tanto ella comía y dormía tranquilamente con una alegría constante que aterraba y admiraba al mismo tiempo al conde. El tiempo corría: llegaron los siete meses; los ocho.

Contestó Maxi que no, que la cabeza no le dolía nada, y que lo que le aterraba era sentir el cráneo vacío, desalquilado, como una casa con papeles. «Hace poco dijo con desaliento amargo , perdí la memoria de tal modo... que... no sabía cómo te llamas .

Flimnap se hallaba en una situación igual á la del senador. Sentía contento porque el amado gentleman no iba á morir, pero se aterraba al imaginarse su nueva existencia.

Y ante esta idea que la aterraba, la infeliz mujer, abrumada por el dolor y debilidad por la inanición, sufrió un ligero desvanecimiento. Hízola la marquesa tomar una taza de caldo y una copa de vino generoso, y poco a poco logró al fin tranquilizarla.

Cuando se sentaron a la mesa, muy corrida ya la una de la tarde, los de Peleches, Nieves sentía quebrantos en el cuerpo, como si hubiera rodado por una montaña; y además estaba medio asustada con las cosas de aquellas mujeres tan parleteras, tan maldicientes y tan feroces. Le aterraba la idea de un trato frecuente con ellas, y pidió por misericordia a su padre que la librara de ese suplicio.

Y el crujido triste, incierto, de las rojas colgaduras me aterraba, me llenaba de fantásticas pavuras, de tal modo, que el latido de mi pecho palpitante procurando dominar, «es, sin duda, un visitante repetía con instancia que a mi alcoba quiere entrar; un tardío visitante a las puertas de mi estancia... eso es todo, ¡y nada más

Y seguía atenta al servicio de su establecimiento, como si en su embotada sensibilidad no pudiese abrir huella la inquietud. Otras veces, pasando el puente, iba Carmen al barrio de Triana en busca de la mujer de Potaje el picador, una especie de gitana que vivía en una casucha como un gallinero, rodeada de pequeñuelos sucios y cobrizos, a los que dirigía y aterraba con gritos estentóreos.

Sobrecogiéronse las damas, y en voz queda, contenida, cual si viesen asomar, como María Antonieta por las ventanas del Temple, la cabeza de la Lamballe, clavada en una pica, comenzaron a hablar de la guillotina... Morir las aterraba. ¿Qué sabían ellas lo que era morir?