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Actualizado: 15 de mayo de 2025
¡Ah, señor!... ¡Pobre señor! De todos los atentados de la invasión, el más inaudito para la pobre mujer era contemplar al dueño refugiado en su vivienda. ¡Qué va á ser de nosotros! gemía. Su marido era llamado con frecuencia por los invasores. Los asistentes de Su Excelencia, instalados en los sótanos del castillo, lo reclamaban para inquirir el paradero de las cosas que no podían encontrar.
Cualquiera de ellos tiene por oficio hacer relacion al padre general de todos los accidentes de Estado que sobrevienen en aquella provincia ó reino, de donde es asistente, lo cual cada uno hace con el medio de sus correspondientes, que residen en las ciudades mas principales de la provincia ó reino, los cuales diligentisimamente se informan del estado, de la calidad, de la naturaleza, de la inclinacion é intencion de los príncipes, y con todos los correos avisan á los asistentes de los accidentes de nuevo sucedidos.
Besó al niño en la frente, lo levantó en alto en sus brazos, se puso de pie sobre el borde de la ventana y se dejó caer de una altura de cuarenta metros. Su cuerpo se estrelló contra las piedras; el niño, sostenido en sus brazos, no había tocado el suelo, cuando fue recogido por los asistentes.
Los ánimos de los asistentes estaban dividídos entre el caballero azul y el blanco: á la reyna le palpitaba el corazon, haciendo fervientes ruegos al ciclo por el color blanco.
El regimiento acampado en el parque había salido al amanecer, y tras de él, otros y otros. En el pueblo quedaba un batallón, ocupando las pocas casas enteras y las ruinas de las incendiadas. El general había partido también con su numeroso Estado Mayor. Sólo quedaba en el castillo el jefe de una brigada, al que llamaban sus asistentes «el conde», y varios oficiales.
Para mayor decoro y ostentación de la Embajada, marchaban enseguida muchos empleados y gentiles hombres asistentes al solio pontificio, y la guardia de honor de Su Santidad, compuesta de arqueros suizos y de lanceros griegos y albaneses.
A lo que contesté: te has equivocado, el primero eres tú. Al ver aquel entusiasmo y aquella originalidad, todos los asistentes habían reconocido al famoso Caffarelli, que, a propuesta de Farinelli, había sido llamado a Madrid para cantar en el teatro italiano, con una pensión de cincuenta mil ducados de renta.
Sobre ambas manos juntas fueron todos los asistentes vertiendo algunas gotas de agua lustral perfumada. Morsamor enseguida dio a Urbási algunas hojas de betel picante. Entonces se renovó la invocación, dirigiéndola Narada a los más egregios seres divinos, a la propia Trimurti con el complemento femenino de Sarasvati, esposa de Brahma; de Laksmi, esposa de Vishnú, y de Uma, esposa de Siva.
Calma, señores, calma, interrumpió el anfitrión; calma, que á todo se proveerá. ¡Eh, muchacho! prosiguió dirigiéndose á uno de sus asistentes, busca por ahí un poco de leña, y enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.
Se sentó luego en una silla en el más oscuro rincón de la alcoba, y permaneció callada y llorando, y procuró que olvidasen su presencia allí. Con la agitación de los tres asistentes del enfermo, hubo un momento en que dejaron sola con él a doña Luz.
Palabra del Dia
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