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Actualizado: 16 de mayo de 2025
Hacía poco tiempo, no obstante, que se había introducido una sorprendente novedad. A la tertulia de los jueves primero, y más tarde a las de diario, asistía otra señora.
Y en las tertulias a que asistía su madre, le bastaba recitar una fabulita o lanzar alguna pedantería de niño aplicado que desea introducir en la conversación algo de sus lecciones, para que inmediatamente se abalanzasen a él las señoras cubriéndole de besos: ¡Pero cuánto sabe este niño!... ¡Qué listo es! Y alguna vieja añadía sentenciosamente: Bernarda, cuida del chico; que no estudie tanto.
Así pues, asistía con no desmentida perseverancia a las lecciones de su hija; y tanto empeño puso en no alejarla de sus miradas maternas, que este sistema no pudo menos de ofender a María. Las personas que iban a ver a la duquesa no hacían más que saludar fríamente a la maestra, sin volver a dirigirle la palabra.
Su rostro, ordinariamente un poco amoratado, se oscureció de tal modo que parecía el de un estrangulado. Al fin, sin terminar la lectura, cayó en el sillón presa de un ataque que le privó del sentido. Y por entrambas vías su naturaleza pletórica comenzó al instante a desahogarse de tan formidable manera, que sólo un médico que asistía a la reunión en calidad de socio osó acercarse a él.
Después que consiguió asegurarme como su víctima, se revelaron casi instantáneamente sus verdaderos instintos, que eran los de un hombre que vive a fuerza de sus infamias y para quien el corazón de una mujer no tiene valor alguno, y desde entonces hasta ahora, aunque el mundo creía que era soltera, y asistía como niña a todas las fiestas y reuniones del más brillante círculo de Londres, he vivido, sin embargo, constantemente presa de un terror pánico del hombre que por la ley era mi esposo.
La veía caer acechada, perseguida por él, atropellada por su loca pasión, y asistía a todo el horror de su vergüenza, a todas las horas atormentadas de su vida, hasta que ésta se extinguió en agonía trágica.
Asistía con él todos los días a la misa de alba en las parroquias de San Juan o Santo Domingo; le habituaba a las oraciones difíciles que ofuscaban su mente, y a las interminables letanías que hacían retorcer de impotencia al Demonio. Diole, además, para su uso, un rosario de quince misterios, como el que llevaban los monjes.
Nadie pudo contrarrestar el empuje de aquella lógica inflexible. Asistía en aquel momento a Mario, presa de una pulmonía. El único que se atrevió a protestar, «aunque sólo desde el punto de vista de la estética,» fue D. Dionisio Oliveros, el bardo del ministerio de Ultramar. Oliveros confesaba con su voz de bajo profundo que él no era filósofo, odiaba el análisis.
Sí, señor interrumpió la marquesa de Vegallana, que no toleraba los discursos de Glocester ; sí señor, su madre era una perdida, corriente; pero la chica se presenta bien, según dicen sus tías; es muy dócil y muy callada. Ya lo creo que calla; como que no puede hablar aún de pura debilidad. Esto lo dijo el médico de la aristocracia, don Robustiano, que asistía a Anita.
Claro está; pero no es eso Lo que nos tiene confusos, Sino ignorar en qué reino Ó en qué provincia este santo Tomó el hábito; porque esto Ni él ha querido decirlo, Ni hemos podido saberlo; Con que juzgo que no es fraile. Ni aun quisiera parecerlo. Yo he pensado que es Elías, Porque manda con imperio Notable y con aspereza. No asistía en tan ameno País. Yo creo que es ángel.
Palabra del Dia
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