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Quiero decir, sin ambages, que los que están ayunos de todo conocimiento filosófico, si propenden además, como hoy generalmente sucede, a prendarse de lo extranjero, tal vez acepten por oro la alquimia y consideren cualquiera extravagancia o disparate como el Non plus ultra de la investigación especulativa y del saber humano.

Al fin, como viese con asombro levantarse a Baltasar diciendo que le esperaba el coronel para asuntos del servicio, ella también se alzó resuelta, y le dio la noticia clara y brutalmente, sin ambages ni rodeos, sintiendo hervir dentro del pecho una cólera que centuplicaba su natural valor.

Una vez alejado Pierrepont, abordó Elisa sin ambages el asunto a debatir con Beatriz; se guardó bien de hacerle ni el más leve reproche, acusándose a misma de haber sido ligera, imprevisora, mala consejera, proponiéndose ahora, antes de alejarse por muchos meses, reparar su imprudencia imperdonable; sabía que entre su amiga y el marqués nada existía de criminal, pero, al fin, en sus revelaciones, advertíase un algo de incorrecto, de equívoco, porque aquella sinceridad de los primeros tiempos, vano fuera ocultarlo, había desaparecido, y era imposible suponer que en adelante pudiesen continuar, sin alterar ya la tranquilidad o la estima de Beatriz, ya el honor de su propio marido; era, pues, de necesidad urgente poner remedio a ese estado de cosas, y el único remedio eficaz no podía ser otro sino el inmediato matrimonio de Pierrepont.

Aquella misma noche, casi en el momento de cerrar, entró a comprar cigarros el dependiente mayor de la casa editorial y, trabando conversación con Cristeta, le dijo sin rodeos ni ambages: ¡Ni que lo hubiera usted hecho adrede! ¡Vaya una vocecita que ha sacado usted esta mañana mientras se peinaba! En fin... ¿quiere usted salir al teatro?

Soñó con amistades heroicas, fue todo franqueza y ardor, ofreciendo, sin ambages, en rebosante copa, la lealtad de su pecho; pero no tardó en advertir que sigiloso encono crispaba todos los labios en su presencia y que su mano calurosa no estrechaba sino dedos laxos y fríos.

Lo cual me impacientaba a , como si fuera asunto de mi propia pertenencia, y en más de una ocasión me acometieron serias tentaciones de preguntarla derechamente y sin ambages ni rodeos: «¿se quieren o no se quieren ustedes? ¿Ama usted o no ama a Neluco?». Pero señor, ¿por qué tenía yo tanto empeño en que se amaran?