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Al otro día, aunque no era domingo, se afeitó como si lo fuese, se puso otro pantalón, metió en los dedos todas sus sortijas, y después de tomar el chocolate en compañía del excusador y de ofrecerle un cigarro puro, generosidad que sorprendió mucho al clérigo, fue a su cuarto a arreglar un poco el cabello, y al instante salió de casa y tomó el camino del Molino con los ojuelos chispeando, seco el gaznate y los labios trémulos.

Y yo, con la buena enseñanza cristiana que he mamado, tengo en el alma este otro propósito: «Haz lo que debas y suceda lo que suceda.» ¡Hola! ¡ya caigo! dijo con concentrada ira el guarda. Mañana me voy; no volverás á verme; ¡pero por estas que me afeito, que te acordarás de mientras memoria tengas! Diciendo esto, el guarda se alejó rápidamente y desapareció entre los olivos.

Me figuro continuó, que cuando José anuncie a la escolta la partida del Rey, la atribuirán a que nos temíamos una mala pasada. Desde luego juraría que Miguel el Negro no espera ver hoy al Rey en Estrelsau. Me puse el casco y Sarto me entregó la regia espada, mirándome prolongada y cuidadosamente. ¡Gracias a Dios que el Rey se afeitó la barba! exclamó. ¿Por qué lo hizo? pregunté.

¡Mira cómo eres! balbuceó Krilov. ¿Por qué tenía aquella cara estúpida? ¿Quién se había atrevido a dársela? Una gruesa lágrima cayó de sus ojos. Apretando los dientes, se afeitó la otra mitad de la barba, y, tras una corta vacilación, se afeitó también el bigote. Mirose de nuevo al espejo. Al día siguiente todos se reirían al verle así. Y, sin embargo, en otro tiempo era muy otra aquella cara.