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Actualizado: 25 de junio de 2025
La abadía era muy rica y famosa: rica por los fertilísimos valles que en sus contornos los monjes habían desmontado, cultivándolos con esmero y recogiendo en ellos abundantes cosechas; y famosa, porque era como casa de educación, donde muchos mozos de toda Francia y de la España que permanecía cristiana acudían a instruirse en armas y en letras.
En Madrid había de ordinario dos compañías: una en el teatro de la Cruz, y otra en el del Príncipe . Las ciudades menos importantes disfrutaban de las diversiones teatrales sólo en algunas temporadas, cuando acudían á ellas compañías de actores, contentándose, por lo común, con algunas menos calificadas por el número y el mérito de sus individuos, y formando éstas las distintas categorías antes indicadas, con referencia á Agustín de Rojas.
Ocultos en la sombra de un rincón, alrededor de aquella mesa, arrellanados en un diván unos, otros en mecedoras de paja, estaban media docena de socios fundadores, que de tiempo inmemorial acudían a las tres en punto a tomar café y copa. Hablaban poco. Ninguno se permitía jamás aventurar un aserto que no pudiera ser admitido por unanimidad.
Cuando a la madrugada, después de cerrar los ojos a un pobre feligrés, se dirigía a la iglesia transido de frío, rota su flaca naturaleza por una noche de vigilia y trabajo, sus ojos se posaban en aquel mar siempre colérico, en aquel cielo sombrío, y en vez de sentir la tristeza y el dolor de la existencia, su espíritu se dilataba por la alegría y acudían a sus ojos lágrimas de reconocimiento.
Caíale muy en gracia al Lugar el nombre de Satán en las coplas y el tratar luego de si cayó del cielo y tal. En fin, mi Comedia se hizo y pareció muy bien. No daba manos á trabajar, porque acudían á mí enamorados, unos por coplas de cejas y otros de ojos, cuál de manos y cuál romancicos para cabellos.
Sin que ella los provocase, acudían a su memoria recuerdos de la niñez, fragmentos de las conversaciones de su padre, el filósofo, sentencias de escéptico, paradojas de pesimista, que en los tiempos lejanos en que las había oído no tenían sentido claro para ella, mas que ahora le parecían materia digna de atención.
Vivía cerca de la catedral, y los domingos y fiestas de guardar, en vez de seguir á los fieles que acudían á los aparatosos oficios presididos por el cardenal-arzobispo, se encaminaba con su mujer y su hijo á oír misa en San Juan del Hospital, iglesia pequeña, rara vez concurrida en el resto de la semana.
Aquí fué el barrullo; la sala parecía un hospital, un campo de batalla. El P. Salví parecía muerto y las señoras viendo que no acudían á ellas tomaron el partido de volver en sí. Entre tanto la cabeza se había reducido á polvo y Mr. Leeds colocaba otra vez el paño negro sobre la mesa y saludaba á su auditorio.
Sus presentimientos se habían realizado. ¿Cómo volver a Peñascosa con la muchacha? ¿Cómo dejarla allí abandonada? Todas las soluciones que acudían a su mente le parecían igualmente comprometidas. Pensó en telegrafiar al padre, pero no era posible explicar en un telegrama lo ocurrido, ni aun de palabra podía hacerlo dignamente.
El había entrado una vez, en compañía de otro mancebo, a un garito próximo a la Puerta del Puente, donde acudían a diario muy principales caballeros de la ciudad.
Palabra del Dia
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